Cuando César Nakasaki era sólo cesitar y vivía en Chiclayo, no jugaba al trompo, a la matachola, ni volaba cometas en la pradera. Jamás, nicaragua, huiflas pichón. Nada ni nadie podía distraerlo de su sueño más dorado: abandonar la chacra de papá y usar Hush Puppies en la capital, igualito nomás como los colorados que veía en los catálogos de Bata.
Desde churre coqueteó con la promiscuidad y realizó sus pinitos en el arte de la mentira. Y de eso mamá Nakasaki puede dar fe. Muchas veces lo correteó con chicote en mano, tras sorprenderlo degollando sus fotos carné para suplantar a quienes salían en la página social de Caretas. ¿Cóoomo?
Así como suena. El chino trucaba su faz por las de los atomatados barones de la droga o gerentes de AeroPerú. No distinguía el lado oscuro si eso lo hacía feliz. Codearse con rubias grandotas, picar cabanosis, carcajear con los socios del Waikiki o meter su cara ancha como de gato en la publicidad de casimires Barrington, lo hacía sentir como un pez en el agua. Total, solo bastaba tijera y engrudo.
Por eso estudio derecho y aunque más bien salió chueco, el chino era un abogadito más que defendía carteristas, mujeres violadas, pájaros fruteros o violadores en serie, sin dudas ni murmuraciones éticas. Aprovechaba las ofertas en el supermercado “El Centro”, tomaba taxi cholo, secaba Garzas al polo y usaba guayaberas sin marca hasta que la mafia tocó su puerta el 2001.
“Alo, ¿César? Necesito tus servicios para mi hermano”, inquirió un viejo conocido. “Se trata de Beto. Tienes que defenderlo promoción, yo te he recomendado”, balbuceó Alex Kouri mientras el chino, como una hiena frente a un cachorro acorralado, se relamía los labios y sus ojos se dilataban como cuando los hermano Korioto metían un gol o como cuando Venero cateaba las pechugas y varices de Susan León.
“Hay que apoyar al pobre muchacho”, era la frase que repetía a todos los que recalaban en su aún espartano estudio de Lima. “Pobre muchacho”, cacareaba como argumento de defensa cada vez que cuestionaban que defendiera al corrupto, al tránsfuga cuyo video in fraganti se trajo abajo la cleptocracia fundada por ganapanes y auspiciada por los milicos.
Pero eso a él le chocaba y le rebotaba, le llegaba al chompiras ¿Ética? “Cojones, acaso eso da de comer”, decía a su círculo de amigos y entre su corillo de discípulos. Entre los pocos alumnos que en los ochentas le reventaba cohetes para aprobar dogmática y derecho penal en la Universidad de Lima.
Pero bueno, ya expulsado de los confines chuscos del foro provinciano y en la vitrina de los medios capitalinos, el chino fue acopiando a clientes de su calaña. La mafia depósito en sus manos su suerte. Así, comenzaron a llegar Carlos Boloña, Augusto Blacker Miller, Nicolás de Bari Hermoza Ríos, Joy Way o el inefable Eduardo Palacios, el vocal coimero que fue sorprendido recibiendo mil soles para reponer a un policía.
La única causa justa que se le conoce al sátrapa de carita de colador es Mesa Redonda, pero como era de suponer, perdió el caso. Defensor de los deudos del genocidio, sólo pudo decir cuando se conoció la endeble sentencia: “Los verdaderos culpables han quedado sin castigo”.
Desde churre coqueteó con la promiscuidad y realizó sus pinitos en el arte de la mentira. Y de eso mamá Nakasaki puede dar fe. Muchas veces lo correteó con chicote en mano, tras sorprenderlo degollando sus fotos carné para suplantar a quienes salían en la página social de Caretas. ¿Cóoomo?
Así como suena. El chino trucaba su faz por las de los atomatados barones de la droga o gerentes de AeroPerú. No distinguía el lado oscuro si eso lo hacía feliz. Codearse con rubias grandotas, picar cabanosis, carcajear con los socios del Waikiki o meter su cara ancha como de gato en la publicidad de casimires Barrington, lo hacía sentir como un pez en el agua. Total, solo bastaba tijera y engrudo.
Por eso estudio derecho y aunque más bien salió chueco, el chino era un abogadito más que defendía carteristas, mujeres violadas, pájaros fruteros o violadores en serie, sin dudas ni murmuraciones éticas. Aprovechaba las ofertas en el supermercado “El Centro”, tomaba taxi cholo, secaba Garzas al polo y usaba guayaberas sin marca hasta que la mafia tocó su puerta el 2001.
“Alo, ¿César? Necesito tus servicios para mi hermano”, inquirió un viejo conocido. “Se trata de Beto. Tienes que defenderlo promoción, yo te he recomendado”, balbuceó Alex Kouri mientras el chino, como una hiena frente a un cachorro acorralado, se relamía los labios y sus ojos se dilataban como cuando los hermano Korioto metían un gol o como cuando Venero cateaba las pechugas y varices de Susan León.
“Hay que apoyar al pobre muchacho”, era la frase que repetía a todos los que recalaban en su aún espartano estudio de Lima. “Pobre muchacho”, cacareaba como argumento de defensa cada vez que cuestionaban que defendiera al corrupto, al tránsfuga cuyo video in fraganti se trajo abajo la cleptocracia fundada por ganapanes y auspiciada por los milicos.
Pero eso a él le chocaba y le rebotaba, le llegaba al chompiras ¿Ética? “Cojones, acaso eso da de comer”, decía a su círculo de amigos y entre su corillo de discípulos. Entre los pocos alumnos que en los ochentas le reventaba cohetes para aprobar dogmática y derecho penal en la Universidad de Lima.
Pero bueno, ya expulsado de los confines chuscos del foro provinciano y en la vitrina de los medios capitalinos, el chino fue acopiando a clientes de su calaña. La mafia depósito en sus manos su suerte. Así, comenzaron a llegar Carlos Boloña, Augusto Blacker Miller, Nicolás de Bari Hermoza Ríos, Joy Way o el inefable Eduardo Palacios, el vocal coimero que fue sorprendido recibiendo mil soles para reponer a un policía.
La única causa justa que se le conoce al sátrapa de carita de colador es Mesa Redonda, pero como era de suponer, perdió el caso. Defensor de los deudos del genocidio, sólo pudo decir cuando se conoció la endeble sentencia: “Los verdaderos culpables han quedado sin castigo”.
Pamplinas. Lo que no sabían sus humildes clientes era que el chino siempre fue amigo de Ricardo Wong, el culie con apetito presidencial e importador del 80% del material pirotécnico que estalló esa noche. Sin embargo, Wong no fue procesado como se debía y hoy sigue mascando patos en la calle Capón.
Y es que así es César. Un enano sin catadura moral, un prostituto del derecho criollo. Se alquila al mejor postor y en los procesos hace gala de su verbo florido y su habilidad de delantero lauchero para tratar, con mentiras de por medio, de hacer caer a los testigos en contradicciones. Edmundo Cruz fue una de sus últimas víctimas.
Por ejemplo, él piensa que Magaly Medina ejerce el periodismo con dignidad y que ventilar a Mónica Adaro cobrando por su entre pierna es una primicia impajaritable. Cesitar cree que Giuliana Llamoja es inocente y que fue el Espíritu Santo quien le metió treinta puñaladas a su madre. Piensa fervientemente que el Grupo Colina era poco más que un club de jubilados que salían a practicar yoga a La Tiza. Que lo de Barrios Altos y La Cantuta sólo fue un desliz. Que lo hicieron sin querer queriendo.
Sostiene, agarrándose la corbata que se ha comprado con la plata que le paga la mafia (y que la mafia le robó al Estado), que Alberto Fujimori era un pelele, una marioneta que sólo se dedicaba a mover las caderas con Tudela y pintar colegios. Que Montesinos eras su socio pero que él no sabía nada.
Ahora quiere negar que el ex jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, Nicolás de Bari Hermoza Ríos, afirmó que Alberto Fujimori (ambos sus clientes) sabía que el grupo Colina perpetraría los operativos en Barrios Altos y La Cantuta.
“Vladimiro Montesinos me indicó expresamente que el presidente tenía conocimiento de los hechos”, manifestó Hermoza el 19 setiembre del 2001 ante el magistrado José Luis Lecaros. Pero el chino, con la habilidad de una marmota, quiere sacrificar al general para salvar al dictador. Cuestión de jerarquías entre clientes que le dicen.
Nakasaki no tiene la talla de ese formidable letrado francés apodado “el abogado del diablo”, que defendió a Carlos “el chacal” o Magdalena Koop y a verdaderos monstruos como el nazi Klaus Barbie o al caníbal de Pol Pot, pero podría ser perfectamente su alumno.
Y es que con el defensor de los narcos Sánchez Paredes, ocurre un fenómeno inverso al de Dorian Gray, el personaje del genial Oscar Wilde. Ambos tienen una ligazón de la que no pueden desprenderse, sienten fascinación por el mal. Ambos vendieron su alma al diablo, Gray a cambio de juventud y belleza, y Nakasaki, más prosaico y con menos recursos físicos, por dinero. A Gray le fascina la maldad, en cambio a Nakasaki le fascinan los malditos y absorbe en carne propia algún rasgo de sus clientes.
Nakasaki tilda de locos a los ex agentes que acusan a su patrón, trata de minimizar los testimonios de periodistas que involucran a su jefazo en las masacres, y en el camino gana millones, se encama con su abogada (sí, esa de pelo teñido que sale a su lado en las audiencias) y transa con Genaro para que Panorama le haga un perfil de su vida. Se quiere vender como un abogado que salió desde abajo.
Pero la verdad es que Nakasaki sigue ahí, abajo, en el sótano moral del que los millones no pueden eyectar a cerdos cegatones como él. A miserables marionetas a las que sólo las mueve la ambición y el dinero mal habido, a arribistas de cuello y corbata que no escatiman en apuñalar al amigo para subir otro escalón.
Síntesis: Nakasaki no ha cambiado. Sólo ha cumplido sus sueños. Ahora almuerza en el Astrid & Gastón, se empuja butifarras en el San Antonio, se encama en un cinco estrellas con una rubia (con su plata, pero rubia al fin y al cabo) y se codea con los barones de la coca. Lástima que ya no esté mamá para corretearlo a chicotazos.