viernes, octubre 13, 2023

El último día del monitor

El grumete Alberto Medina tenía 17 años, pero blandía el temple de un marinero consumado. Un zambo jocoso que gustaba de los frijoles con orejas de chancho, a diferencia del gringo Samuel Mac Mahon, el primer ingeniero del Huáscar, quien prefería el brandy y el escocés a borbotones.


Ambos compartían los intestinos del monitor. Por eso, cuando el Huáscar vomitó sus proyectiles de 300 libras sobre el casco del Cochrane, fueron los primeros en pensar que otra vez el zafarrancho de combate duraría una nada.


El andar raudo del buque con nombre de príncipe inca y la sagacidad de su almirante, Miguel Grau, eran las cartas que siempre sirvieron de comodines para escapar a la baraja naval del invasor. Sin embargo, esa vez, ese infausto 8 de octubre de 1879, se equivocaron.

Los proyectiles apenas provocaron que las lámparas de parafina del camarote del capitán del Cochrane, Juan José Latorre, se movieran unas pulgadas de su sitio. Ese blindado ya no era, tampoco, el barco lento que los marineros del Huáscar conocían de cabo a rabo.


En Valparaíso, como parte de la estrategia chilena para cazar al Huáscar, el acorazado fue potenciado. Le pusieron ametralladoras, focos eléctricos para lanzar torpedos y limpiaron 1,200 metros de tubos obstruidos por hollín de carbón, ese mismo carbón parido en la fábrica que compartían en sociedad, Manuel Ignacio Prado, el nefasto presidente peruano, y Aníbal Pinto, homólogo chileno y mayordomo de la familia Edwards, la gran instigadora de la Guerra del Pacífico.


Ahora podía moverse a 12 nudos, a la misma velocidad del buque insignia peruano. Por eso, esa madrugada en Punta Tetas y luego en Angamos, logró alcanzar al monitor. Y no estaba solo. Lo acompañaban la corbeta O’Higgins y el vapor artillado Matías Cousiño. Al otro lado, un poco más atrás, la emboscada la completaban el blindado Blanco Encalada, la cañonera Covadonga y el vapor Loa.


¡Carajo! No le hizo ni cosquillas. Se escuchó desde arriba y la frase bajó como un obituario, como un ave de mal agüero que escarapeló el cuerpo de los 200 tripulantes del monitor. Una mezcla de oficiales blancos, grumetes mestizos, marinos negros y maquinistas gringos jubilados de la Guerra de Secesión.

La respuesta no tardó. Latorre ordenó fuego y los once proyectiles Palliser que traspasaron el metal de cuatro pulgadas y la madera del monitor, lo convirtieron en menos de hora y media en un amasijo de carne, en una arteria expuesta que tiñó de sangre e impregnó de olor a pólvora y muerte los 60 metros de largo del Huáscar.


Pequeño, con sus dos cañones de cargar por la boca inutilizados, lo único que sonaba era la metralla de sus Gatling y fusiles Remington, disparados con coraje agonizante por sus bravos defensores. Esos mismos rifles que habían acabado unos meses atrás con Arturo Prat, el comandante de La Esmeralda.



¿Qué iba a hacer la nuez contra el martillo en el diálogo del fuego? Dijo Manuel Elías, el último oficial sobreviviente que tuvo el monitor. Nada podía ya. Con su gran almirante caído en la torre de mando, con sus alféreces y tenientes heridos, batiéndose con revólveres ante la metralla abusiva, era poco lo que podía hacerse, salvo resistir hasta el último aliento e impedir que caiga la bandera y que desfallezca el honor. Habían sido 6 combates gloriosos, 10 naves capturadas, cientos de bombardeos a puertos chilenos. Habían sido.


Con el uniforme hecho jirones, esquivando los cuerpos de héroes caídos, el grumete Medina puede ver al teniente Pedro Gárezon Thomas en la cubierta, impotente porque ya no había municiones. Dos botes se acercan con una treintena de soldados chilenos. Abajo, el gringo Mac Mahon ha recibido la orden del alférez Ricardo Herrera de abrir las válvulas y echar el buque a pique.


El Huáscar ha sido capturado, pero el honor sigue intacto. Los rifles en la sien del gringo impidieron hundir el monitor y en unas horas entrará remolcado por el Matías Cousiño a Mejillones.


“Se defendieron como leones”, comentan los marinos chilenos mientras intentan arriar la bandera peruana que flamea amarrada al mástil. Los héroes se convierten en prisioneros y los llevan a San Bernardo donde permanecerán por algunos meses.


Pedro Gárezon, años después, será prefecto de Lima, Medina terminará su vida siendo jornalero en el Callao y con muchos reconocimientos, pero ya al borde de su muerte. Del gringo Mac Mahon no se supo más. Una foto de marinos negros permanecerá en el olvido por décadas y solo se hablará de los oficiales Melitón Carbajal, Diego Ferré, Carlos Tizón, Elías Aguirre o Enrique Palacios. Hasta les pondrán sus nombres a los buques modernos de la armada peruana.


Pero es preciso recordar que la gloria del Huáscar es compartida por los bravos “Buffalo soldiers” del monitor, la mayoría afroperuanos sobrevivientes del batallón Concepción. Esos muchachos bravos como José Santos Calderón, Faustino Colán y José Velásquez, quienes volvieron por sus frijoles con chancho a casa y que cerraron los ojos sin el estruendo de los Palliser, pero acompañados del silencio más doloroso, el del olvido.


El Huáscar ha sido capturado, pero el honor sigue intacto. Los rifles en la sien del gringo impidieron hundir el monitor y en unas horas entrará remolcado por el Matías Cousiño a Mejillones.


“Se defendieron como leones”, comentan los marinos chilenos mientras intentan arriar la bandera peruana que flamea amarrada al mástil. Los héroes se convierten en prisioneros y los llevan a San Bernardo donde permanecerán por algunos meses.


Pedro Gárezon, años después, será prefecto de Lima, Medina terminará su vida siendo jornalero en el Callao y con muchos reconocimientos, pero ya al borde de su muerte. Del gringo Mac Mahon no se supo más. Una foto de marinos negros permanecerá en el olvido por décadas y solo se hablará de los oficiales Melitón Carbajal, Diego Ferré, Carlos Tizón, Elías Aguirre o Enrique Palacios. Hasta les pondrán sus nombres a los buques modernos de la armada peruana.


Pero es preciso recordar que la gloria del Huáscar es compartida por los bravos “Buffalo soldiers” del monitor, la mayoría afroperuanos sobrevivientes del batallón Concepción. Esos muchachos bravos como José Santos Calderón, Faustino Colán y José Velásquez, quienes volvieron por sus frijoles con chancho a casa y que cerraron los ojos sin el estruendo de los Palliser, pero acompañados del silencio más doloroso, el del olvido.


*Crónica publicada el 8 de octubre del 2021 en El Peruano: https://elperuano.pe/noticia/130747-combate-naval-de-angamos-el-ultimo-dia-del-monitor?fbclid=IwAR2u3dxVwhwKTYMvCErrBfSi03L5SjrcSJgslx1sWRnFVFC9gztT7I1a8BU










Lima, de pueblo a ciudad

Isidoro Navarro, maestro en las artes coreográficas, dejaba en claro que solo él tenía las novedades dancísticas. Que quien quisiera mover las caderas y las falanges al mejor estilo europeo, tenía que ir a su academia. Y punto, no había vuelta que darle.

Corría 1847 y el aviso que puso en El Comercio no sólo ventilaba un amplio repertorio que incluía "bailes serios de sala" como la galopa rusa, la polka doble y sencilla, el jaleo de Jerez, los valses de cuatro clases y hasta el quema monte. Más que airear su despensa de movidas cortesanas, el aviso de marras tenía otra lectura y no precisamente de notas.

Desnudaba a una Lima que miraba con envidia a Europa, que talqueaba a sus hijos para las fotos, que exportaba primogénitos para que regresen hechos doctores y resuciten el apellido. Era una ciudad que soñaba con jardines colgantes, que le daba la espalda a su polvorienta costanera y que comenzaba a inocular en sus guaguas blanquiñosas, que los cholos tenían su lugar. Y ese no era precisamente el pueblo grande que el boom guanero comenzaba a convertir en ciudad.

El mayor exponente de semejante bestialidad racista fue José Rufino Echenique. Sí, fue el propio presidente de la República, nacido en Puno e hijo de chileno y boliviana, quien apadrinó esa frase que aun hoy recorre callejones y solares clase medieros donde hace rating Esto es Guerra: “Hay que mejorar la raza”.

Durante su gobierno (1851 a 1854) Echenique promovió, afiebrada y compulsivamente, una política de inmigración europea. Decía, sin pelos en la lengua, que Lima y el Perú debían tener gente de “buena raza”. Por eso impulsó el aterrizaje de alemanes, austriacos, irlandeses, españoles y otras etnias cara pálidas. Lastimosamente para él, su importación de piel colorada no tuvo éxito por la caída del boom guanero, algunos años después.

Otra muestra de su apego a la nobleza mazamorrera fue la corrupción generalizada al mejor estilo Odebrecht. Pagó millonadas a las familias más pudientes de la oligarquía limeña por una supuesta deuda de independencia. ¿Y qué hizo por Lima? Poco. Mejoró la carretera al Callao, inició la construcción del mercado central, contrató el servicio de alumbrado a gas y mandó esculpir las estatuas de Colón y Bolívar. 


La construcción de la ciudad
Ramón Castilla, quien sucedió al “cabeza rapada” de Echenique, fue el primer gran reformador de la ciudad o al menos fue el pionero en intentarlo. Sin aires burgueses, Castilla fue un gran revolucionario de esa Lima que aún tomaba agua del río, que roncaba cuando se iba el sol, y que era cucufata y matalascallando. La prueba irrefutable de esa idiosincrasia hipócrita eran las tapadas. La moda sobrevivía porque permitía, anónimamente, hacer tanto de espía como de pecadora.

Pero al margen del chisme y la cháchara de callejón de un solo caño, Castilla estuvo más preocupado en el servicio público y el bien común, que en pasarle la mano a los gamonales. Gracias a su gestión, Lima tuvo agua potable y telégrafo, se pudo ir hasta Chorrillos en tranvía, y se puso a los cacos en la flamante penitenciaría. 



Además, realizó el primer gran censo del país que arrojó un total de 2.487.916 habitantes en 1862.
De ellos, sólo un poco más de cien mil vivían en la Lima aún amurallada. Sí, recién 8 años más tarde caerían las murallas levantadas por españoles con tercianas y pesadillas corsarias. Era 1870 y Lima comenzaba por el norte en el Convento de los Descalzos y terminaba por el sur en la portada de Guadalupe, cerca de la plaza Grau.

En el lugar de las murallas se trazaron, al estilo francés, avenidas con boulevards que rodearon la
ciudad formando un cinturón de calles amplias y arboledas. Fue el primer trazo serio que tuvo la urbe. Fuera de esos márgenes se comenzaba a levantar Surco, un pequeño pueblo donde vivían los sirvientes de los balnearios de Chorrillos y Miraflores.

Ya con José Balta en el gobierno, se diseñaron parques decorativos sobre pampones donde antes se desnucaban toros y los vecinos se batían con revólver. En 1872 se inauguró el Jardín de la Exposición y su palacio (hoy Museo de Arte), inspirados en Versalles y los Campos Elíseos. Sobre 192 mil metros cuadrados se diseñaron jardines, arcos triunfales y fuentes.

Pero la influencia francesa no sólo dejaba huella en el diseño urbano. La gente quería vivir los nuevos tiempos y los gobernantes querían construir grandes obras públicas imitando la magnificencia de Madrid, Roma o Berlín. Una prueba de esa fijación por repetir patrones de ultramar fue el famoso baile de disfraces de 1873 en el Club de la Unión. 



Las dos señoras que mayor suma de dinero llevaron en alhajas fueron Rosa de Laos, quien vestía de Ana de Austria, y Fortunata Nieto de Sancho Dávila, quien hacía las veces de la Duquesa de Parma. Cada una llevaba 50 y 40 mil soles en joyas. Con ese dinero tranquilamente se hubiera dado de almorzar a mil peones que por esos años terminaban de construir el Club Regatas Lima y el Teatro Politeama que, como no podía ser de otra manera, se inauguró con Il Trovatore de Guiseppe Verdi.

La segunda gran modernización de Lima ocurre con las cicatrices de la Guerra con Chile aún cerrándose. El gobierno de Augusto B. Leguía modernizó la ciudad con el dinero de empréstitos cuyo fin inmediato era festejar el centenario de la independencia, en 1921. Se pavimentaron calles y avenidas, se levantó la plaza San Martín, se construyó el Palacio Arzobispal, Palacio de Justicia y el Palacio de Gobierno. Se levantó el arco morisco en la entonces avenida Leguía (Av. Arequipa). 

Además, se iniciaron los trabajos en las avenidas Venezuela, Nicolás de Piérola y Argentina. Se construyó el Hotel Bolívar y se fomentó la inmigración japonesa para inocular más disciplina en el ADN nacional.
Ya en los cincuenta, Lima se expandió desordenadamente. Los cerros fueron invadidos por los migrantes de la sierra y los ex barrios señoriales se tugurizaron. Los nuevos vecinos asaltaron los espacios donde hace unas décadas pasaban carruajes y se jugaba al cricket. Esa nueva generación de limeños encontraría respuestas en el gobierno del general Manuel A. Odría, quien emprendió una rápida construcción de conjuntos habitacionales, grandes hospitales y unidades escolares.

Pero Lima ya no volvería ser jamás la ciudad de los encorsetados paseos en el Jirón de la Unión. Sus parques se llenaron de nuevos vecinos que eran víctimas de una agresiva campaña de marginación. La televisión no aceptaba la cholificación de la ciudad y las siguientes generaciones de limeños, según analistas y antropólogos, nunca vieron o entendieron a Lima como su ciudad, como su casa.

Debe ser por eso que para algunos es tan fácil botar basura en la calle, pisar las flores, orinar en monumentos, robase luminarias o bancas públicas. Pero la culpa no sólo es de ellos. También recae en las autoridades que tumban parques para sembrar cemento.

Lima fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1988, pero desde entonces solo se han pintado paredes y resanado algunos balcones. Tiene más de 1100 fincas y precios en estado ruinoso, los edificios que circundan las plazas Bolognesi y 2 de Mayo son una lágrima. Seguramente algún centro comercial está soplando fuerte para que todo se venga abajo y puedan levantar sus vitrinas. Entonces venderán pantalones en los predios donde antes los soldados rendían honores a la bandera. Parece que seguirá vigente el bautizo de Salazar Bondy. Lima sigue horrible, por más malls que le siembren donde antes perfumaban geranios y se derramaba lisura.

*Crónica publicada en El Peruano, el 18 de enero del 2017
https://www.elperuano.pe/noticia/50332-lima-de-pueblo-a-ciudad