lunes, abril 23, 2007

Donde se duermen... tus ojos chinitos



PARTE PRIMERA (Lo siguiente tiene lugar entre las 5.50 y las 6.10 de la mañana)

Cho Seung Hui se mira al espejo y no encuentra lo que busca en el vidrio. Sólo rebota la imagen de un espantapájaros médium made in Seúl, un rostro que a su juicio le parece indecente y sin la más mínima chance de enamorar a esas rubias con tetas de hule que coquetean en Internet, a alguna de esas meretrices virtuales que degolla en sus sueños húmedos por atreverse a cobrarle el polvo.

Piel cobriza como el cuero de las carteras donde las chicas ricas del Virginia Tech guardan celulares y los preservativos que jamás usarán con él. Ojos de hamster enfermo, semejantes a los de esos peces infelices que chapotean en la inmunda pecera del Wa Lock. Su cabeza es una parcela casposa invadida por mondadientes azabaches que fungen de cabello.

Se odia cuando se ve al espejo, pero lo hace para recordarse lo que no es. Para que su memoria no naufrague como cuando se traga los ansiolíticos y entonces el Shogun sangriento que es, se convierte en un pekinés amaestrado, en ese muchacho adicto al play station y al baloncesto, en ese corderito oriental que saluda a todos con una sonrisa bonachona que lo hace ver cien mil veces más chino, cien mil veces normal.

Por eso ya no toma los cócteles que domestican al gato fiero que lleva adentro, a ese Mesías inconsciente que las últimas dos noches lo ha sacado de la cama para repasar los versículos más enrevesados del Apocalipsis, para ver por octava vez Old Boy, obra maestra de Chan Wook Park, filme que a su juicio no tiene al protagonista indicado. Él mataría mucho mejor -piensa- y sin los rubores bobalicones que sacuden como espasmos éticos a su compatriota crespo.

Son las seis de la mañana, media universidad aún duerme, pero él no ha podido cerrar los ojos en toda la noche. Está sobre su cama, arrinconado y en cuclillas. Sólo viste un boxer raído que deja al descubierto sus piernas de alambre. Cho transpira, respira, su cuerpo color kión hace agua por todos lados y traga saliva cada vez que en su cabeza aparece el shogun para increparle su cobardía, para decirle que ya esta bueno de tanta vaina, que llegó la hora de ver si es digno del encarguito. Debe concretar la misión sagrada: fumigar el campus de esa pandilla de chicos ricos que se burlan de su estirpe oriental, de esa cofradía snob que imposta todo para no parecer nada, de ese ramillete de barbies de carne que lo mira como bicho, con el mismo asco con el que George Bush contempla a los latinos.

"¿Dónde está mi novia?" se pregunta varias veces en un monólogo torpe que sólo interrumpen sendos cabezazos contra la pared, mientas en su frente nacen pequeños riachuelos de sangre que invaden las acequias del sudor, que se mezclan con la baba que resbala de sus labios de caricatura.

Cesa el interrogatorio y se escucha el final de Precious Declaration de Collective Soul en la radio. Se para, camina bamboleándose hasta el baño. Se queda desnudo frente al diminuto espejo que desata su demencia entre losetas y listerines y dice “¡Sí señor!, estoy preparado”.


Entonces vuelve a la habitación, saca un disco de la mesa de noche y lo pone en la lectora de su pequeño reproductor. La desgarradora y cursi melodía de No tienes que decirme que me amas, de Dusty Sprinfield, invade la habitación. A un lado de la cama, Cho tararea la canción, derrama algunas lágrimas y carga sus dos pistolas automáticas. No le gusta Marilyn Manson, lo desencanta su mariconada.



PARTE SEGUNDA (Lo siguiente tiene lugar entre las 6.11 y 7.19 de la mañana)

Cho ha decidido que su primera víctima sea un asunto personal. El objetivo se llama Stephanie Derry, una atribulada y celulítica mujercita que usa braquets y con la que comparte clases de escritura. Va por ella.

A esta hora de la mañana unas golondrinas obesas revolotean con torpeza en el campus universitario. En realidad, son casi lo único que se mueve entre esos almacenes grices que fungen de facultades, entre esos inmensos jardines donde ayer nomás Cho pisaba tulipanes y escribía entre carcajadas impropias el guión de una nueva pieza de teatro.

Sin embargo, ahora todo es diferente. Cho no ríe, tiene el rostro adusto, las manos se sacuden compulsivamente y en su cabeza comienzan a salir, como en un écran diminuto, los créditos de una película que él está a punto de empezar a rodar.

Viste pantalón y casaca negra y debajo de esa campera esconde dos pistolas automáticas con las que pondrá punto final a la saliva bobalicona, al verbo ignorante y lascivo de quienes no lo entienden. Matará canallas, un buen puñado de monigotes que engordan con Mc Donalds y Burger King.

El primer punto es el West Ambler Johnston Hall, y a despecho de lo que dirán algunos sobrevivientes, Cho no va primero en búsqueda de Emily Hilscher, la chica que cruza las piernas con el descaro mórbido de la Spears o la Stone. No se le cruza por la cabeza la niña mala con la que quiere casarse a pesar de sus pecados orgiásticos, esa chica cariñosa que mil veces lo ha mandado a rodar pero que él jura es su novia.

"Hacíamos bromas en clase sobre su trabajo, porque era muy novelesco, muy surrealista, teníamos que reírnos", declararía a CNN minutos después del genocidio Stephanie Derry. Levantarse a trotar esa mañana –era la primera vez que lo hacía- la salvó de una muerte segura.

Cho no recibe respuesta al llamado y decide patear la puerta. No está. Adentro lo recibe el aroma nauseabundo del pachuli, una cama destendida, un cuarto decorado con el gusto de un vendedor de tacos, y la foto de su víctima junto a una sonriente… Emily Hilscher.

Entonces se le viene a la mente que ambas deben estar encamadas con algunos de esos estúpidos neardenthal del equipo de fútbol. Seguro que aún calientan sus camas, seguro que siguen haciéndolo mientras se burlan de mi, seguro que se la pasaron así toda la noche, nadando entre espermas y pariendo bromas –piensa, calcula, se enfurece y decide sorprender a la infiel en su cuarto.

El reloj marca las 7:15 a.m. Cho camina ensimismado entre los pasillos. Llora, maldice por haberse enamorado de una ramera, se tropieza con una grada, retoma el paso, acelera, camina compulsivamente, se tropieza de nuevo y esta vez casi va al suelo sino fuera, sino fuera por ese brazo que el consejero Ryan Clark le ha tendido para evitar el bochorno.

Se reincorpora, le está dando una palmadita magnánima en el hombro mientras murmura “Te salvaste rico, tu gesto te ha salvado”, cuando repara que detrás del fortachón al que llama rico (lo que demuestra su fascinación por las frases de Perry, el asesino de Truman Capote) aparece Emily, recién bañada y con los cuadernos en sus manos.


No media palabra, no pregunta ni pide explicaciones. Para él, el cabello mojado es prueba irrefutable de su adulterio y los libros una coartada estúpida que él no está dispuesto a tragarse. Desenfunda la Glock de 9 milímetros y le dispara dos veces en el rostro. Su cráneo estalla al instante y salpica sobre las paredes pequeños coágulos con trozos de cerebro y cuero cabelludo.

Pero, ¿Clark? ¿Con Clark? –se cuestiona, mientras un atónito consejero se limpia la sangre que le ha salpicado en los ojos y comienza a orinarse del miedo. Cho le da la espalda. Recuerda en flash baks monocromáticos las veces que Clark lo defendió de los racistas sureños (Clark era afroamericano), pero también sacuden su cabeza las imágenes de un Clark terrenal y morboso haciéndole el amor a su novia.


Lo siento, pero eres tan culpable como ella –alcanza a balbucear antes de perforar la barriga del consejero. Es cosa de 20 o 25 minutos antes de que los ácidos del estómago y la hemorragia acaben con Ryan. Cho se aleja de la escena sin apuros y sin rubores. Tiene que rearmarse para desinfectar el campus, esto no ha sido más que un impasse, algo no previsto, un capricho personal.

A pesar de la quietud de la hora, los disparos ocurridos en el primer piso de la residencia pasan casi inadvertidos para los equipos de seguridad de la universidad. Sólo un veterano guardia decide marcar el 911 y pedir apoyo. Nunca llegarán a tiempo.

viernes, abril 20, 2007

Mi amigo el polaco (a dos años de su muerte)



Del cosaco rosado del catolicismo casi nada queda. Postrado en una silla de ruedas, Karol se resiste a decirnos adiós. Su cuerpo lo mantiene atado a Roma, pero si por él fuera, seguiría visitando el patio trasero, los pueblos tercermundistas a los que la iglesia casi siempre les dio la espalda.

La abuela había dispuesto que todos los nietos nos acostáramos más temprano que de costumbre. Ni modo. Esa noche no hubo oportunidad de mataperrear ni prender la tele para ver las insulsas repeticiones de Telematch.
“Despierta que la abuela está en la sala”, fue la maternal frase que me levantó de la cama, previo jalón de orejas por no haber encendido la velita misionera de rigor. Me vestí al tiro y cuando entré a la sala me sorprendió ver que era él único dispuesto a ir con la abuela al encuentro con ese señor, ante el cual me obligaban a persignarme cada vez que salía por la tele.
Sentada en su sillón y escuchando en su radiola el itinerario que seguiría Karol Wojtila en Lima, la abuela había soltado algunas lágrimas de decepción. Ninguno de sus nietos preferidos que la acompañaban acomedidos a Monterrey había cumplido con su palabra. De todos los nietos que esperaba había bajado el menos esperado.
Me tomé la leche más rápido que el mismísimo tío Jhony y trepamos al carro del abuelo. El punto de encuentro con el Papa peregrino era la avenida Abancay, a una hora inmisericorde para un petiso como yo: las seis y media de la mañana.
Pero allí estuvimos, incluso antes que la Guardia Civil acordonara la pista y que los vendedores de chucherías se agarraran los mejores trozos de acera para revenderlos a las familias que llegaban sobre la hora y con banquitas para evitar la fatiga.
Tuvieron que pasar casi tres horas para que viéramos, por fin, asomarse esa incubadora gigante que protegía al Jefe Supremo de la Iglesia Católica. Rodeado por agentes de seguridad a trote (entre los que se encontraba el papá de uno de mis mejores amigos) Karol saludaba de un lado a otro como esas muñecas de porcelana china que la abuela guardaba celosamente en la vitrina. A su costado, el cardenal Landázuri le susurraba algo con la sonrisa prendida en ese rostro pálido y bonachón.
Hasta entonces nada del otro mundo. Era la seguridad usual que debía rodear al edecán de Cristo en este planeta de asesinos en serie y políticos truhanes, pero también de feligreses probos que mantenían su fe gracias a Karol.
A menos de cinco o seis metros de que el Papamóvil llegara a nuestra ubicación, el corazón de este palomilla parecía que iba a estallar. No me había movido un centímetro, pero sudaba a chorros. Hacía frío, pero sentía un calor de los mil demonios. Intenté coger la cámara fotográfica pero no podía mover ni un dedo. Me quedé inmóvil como cuando jugaba con los chicos en el barrio, pero esta vez era de veras.

Juro por Dios que en la tele el tipo me parecía un sacerdote más. Nada lo diferenciaba del párroco bonachón de mi iglesia, o de esos rollizos capellanes que conocí en los cuarteles. Pero ahí, al alcance de mi mano, las sensaciones se habían alterado de tal manera que el silencio era lo único que se escuchaba. Y entonces, cuando volteó para bendecirnos, se me enredó la lengua, mis retinas se humedecieron y una sensación de paz, un status quo celestial se apoderó de mis cuarentaitantos kilos.
Lo miré de frente y entonces pude ver el aura que rodeaba su cuerpo pálido como de algodón, pero maceta, su carita de cura pícaro pero buena gente. Eso fue todo.
Fueron segundos los que permanecí en ese estado catatónico, hasta que un vendedor de turrones me devolvió a la realidad de un codazo. Nada de sugestión de por medio, yo había ido para evitar más jalones de orejas y para cumplir con la abuela, para demostrarle que podía contar conmigo, pero el encuentro con Karol fue brutal, irradiaba tanto sosiego, una sensación de paz que jamás he tenido de nuevo. Me resultaba difícil defender mi precoz agnosticismo.
Pero ¿quién era ese tipo que había logrado quebrarme con sólo una mirada y una sonrisa? ¿qué tenía de especial ese sacerdote con cuerpo de comando y pinta de abuelo chocho?
Karol ha sido la figura más emblemática y querida de la Iglesia Católica y quizá el responsable de que la fuga de católicos a iglesias cristianas no haya sido una estampida brutal. Su solidaridad se cuajó de mocoso en Varsovia. Fueron años marcados por la pérdida de su madre, de su hermano, la insania de la guerra y la locura del holocausto. Hijo de un teniente del ejército polaco y de una costurera, nació el 18 de mayo de 1920 y muchos de sus biógrafos señalan que su gran amor por la Virgen María nació precisamente con la muerte maternal.
Actor y dramaturgo de obras con hondo sentido mariano, en 1939 se graduó con notas sobresalientes y la vida parecía sonreírle de nuevo. Sin embargo, a los 20 años recibe otro golpe para probar su fe: encuentra muerto a su padre. Ese episodio fue determinante para que ingresara al seminario clandestino de Cracovia, no obstante la prohibición nazi. Y es que una vez que estalló la segunda Guerra Mundial y en una patria agujereada por los Panzer alemanes, las iglesias y seminarios fueron fumigados por el Tercer Raich ante cualquier posibilidad de que el virus cristiano se extendiera.
Ya libre de la clandestinidad que imponían los fusiles, se ordenó sacerdote en 1946. En mayo de 1967 fue ordenado cardenal convirtiéndose en el prelado más joven del catolicismo. Finalmente, y contra todo pronóstico del ala espúrea del Vaticano, el 16 de octubre de 1978, Wojtila, con tan solo 58 años, fue elegido como cabeza de la grey. La mitad de la curia aria y romana lloró esa noche por la noticia. Un cura del tercer mundo tocaba el cielo.
Pero de ese gigante que visitó dos veces nuestro país casi nada queda. Sólo resta ahora un amasijo de carne encorvada que se resiste a dejarnos en manos de curas infames que se golpean el pecho con las manos llenas de monedas.
Karol Wojtila no habla. El Papa amigo se comunica a través de señas y por escrito. Ante ese panorama, sus ayudantes se las ingenian para que no pierda contacto con sus feligreses. Pero aunque está prohibido de abrir la boca, Karol sigue parloteando con sus asistentes polacos, el monseñor Mokrzycki y la hermana Tobiana.
Para nadie es un secreto que la influencia del clan polaco inquieta a la Iglesia por el peso cada vez mayor que tienen sus compatriotas. Lo cierto es que hay pánico dentro del despreciable Opus Dei que engulle vocaciones en el Vaticano. Temen que se repita el caso Wojtila y otra vez un Papa políticamente no correcto dirija las riendas desde Roma.


La memoria nunca ha sido mi fuerte. Lo admito. Soy una de esas personas que dejan escapar los recuerdos felices con mucha facilidad y poca pena, pero que guarda intactos en la morra los pasajes infaustos como la puñalada del amigo o el adiós unilateral.
Sin embargo, ese recuerdo del Papa es un capítulo aparte. Hubiese podido esperar (como lo están haciendo algunos colegas sin escrúpulos ni fe) que el buen Karol muera para rendirle tributo, para hurgar en mi memoria por ese recuerdo feliz, por ese instante sublime que me regaló el soldado polaco una fría mañana de un mes que no recuerdo.
Pero no. Quise escribirle esta pequeña crónica al amigo que está mal. Quiero que sepas Karol Wojtila que aunque cierres los ojos y la iglesia imponga en tu lugar a un sucesor indigno con carné del Opus, en el patio trasero del mundo habrá quienes seguiremos pensando que estás vivo, que te tomaste unas vacaciones y que algún día volverás para decirnos que eres charapa, para besar el rostro cobrizo y desnutrido de un niño de Villa El Salvador.
Hoy no hace frío como esa mañana de 1985 en Lima. Han pasado 20 años y ahora ando en Trujillo, lejos de mi familia, pero la verdad es que no estoy tan solo. Tu recuerdo, Karol, disipa la nostalgia y me da fuerzas para seguir creyendo en Cristo… a pesar de mis pecados. Ave Karol.

(Crónica publicada en La Industria de Trujillo y reproducida en este blog por el segundo aniversario de la partida del Papa charapa)

miércoles, abril 18, 2007

Comedia de errores


“Eres una chola fea y arrastrada. Me voy a casar con una mujer blanca y de buen cuerpo”. “Perra, tus días están contados, vas a morir y me voy a quedar con tus hijos”.

Karina terminó de leer los mensajes en su celular, pero lejos de asustarse, pensó que sólo era otra muestra más de cobardía, quizá el último manotazo de Héctor, el policía tierno con el que se casó hace tres años y que ese día la mataría a sangre fría.

Era espigada, inteligente, de rostro dispar (parecía que le hubiesen partido la cabeza en dos, como una manzana, y luego hubieran juntado otra vez las partes pero un poco descentradas), pero unas caderas ampulosas y un busto elefantiásico compensaban la tara facial.

Sin embargo, era poco lo que quedaba de esa policía de tránsito que más de un oficial había querido tener en su cama. Ahora era apenas una marioneta flácida que embadurnaba torpemente su rostro para camuflar hematomas y arañones.

Durante los últimos meses, su rutina pasaba por soportar sin llanto (las lágrimas atraían una dosis extra de puntapiés) los puñetazos que Héctor le propinaba sin cuajo ni remordimiento cada vez que llegaba borracho, con la camisa salpicada de colorete de puta o del rimel que los cabros panzones que se levantaba en Atocongo le tatuaban a drede.

-Eres una basura. No sirves para nada. Mírate. Tu cuerpo es una mierda, todo lo tienes caído, te vistes como una pordiosera. ¿Donde está la mujer con la que me casé?- vociferaba.

Pero la humillación no quedaba ahí. Él veía en cada sonrisa de su mujer una invitación soterrada al adulterio. -¡Si te buscas otro hombre te mato!-, la amenazaba donde fuera.

Creía tener la certeza de que flirteaba con cualquiera y en esa trocha adúltera que había construido en su morra, Karina no tenía reparos en mostrar el escote a sus colegas, en dejar abiertas las piernas para el deleite vecinal y hasta sospechaba de que coqueteaba con sus propios hermanos.

A eso obedecía la prohibición de ir a reuniones. Su vida debía ceñirse a llegar del trabajo para cocinar y criar a sus hijos Joaquín y Nuria (el nombre de la niña se lo puso en honor a la mujer que hace cinco años era su amante).

…….

Esa falda. Si fuera una chica de su casa no se habría puesto ese trapo que con cada bache deja ver sus nalgas gordas y blanquiñosas. ¡No, no, no! Que tal culo, redondo, paradito. Debo llegar a su lado como sea. Hacerme el que le pregunta algo al cobrador para quedarme ahí nomás, quedito a su lado. Entonces, entonces le diré que yo trabajé en el supermercado del que acaba de salir. Esa será mi coartada.

Despacio. Controla tus pasos, mide tu saliva, no vaya a creer esa charapa medio putona que eres un arrecho y entonces, entonces no te dirá ni mierda, pedirá ayuda a cualquier serrano acomedido y te botarán como las otras veces. Como aquella vez que le pegaste al tombo que te gritó enfermo. No, esta vez tienes que ser audaz. Aún hay tiempo, ella acaba de subir y tú estas soberbio.

Vistes el jean que resalta el morro cuando estás carretón. Ese que tú sabes que a las hembras les encanta. ¿Te miran de reojo no? Tú lo has comprobado. Hasta en Miraflores las gringas te miran, te sientes observado y entonces no puedes más y corres al baño de una pollería y te la corres, te jalas la tripa pensando en esa carne blanca, te la corres pensando en esos escotes sin olor a sobaco. Te la corres con aroma a papita frita. Por eso, si hoy quieres que las cosas sean diferentes, deberás domesticar a la bestia que llevas dentro.

-Hola, ¿siguen con el cuento de que te regalarán la camioneta?- sueltas el anzuelo mirándola de frente, aunque tú quisieras que nadie apartara tus retinas de esas tetas grandes y cobrizas que parecen rebalsar la costura de ese escote de putita de la Manco Capac.

-Sí, siguen con lo mismo-, responde y entonces añades -Son incorregibles, yo fui administrador en una de las tiendas pero me salí, no aguantaba… pero disculpa, no me he presentado, me llamo Jorge-.

Y justo cuando crees que no volteará. ¡Puta madre! que seguro el no haberte echado la usual dosis de Old Spice tiene algo que ver con el desplante, ella voltea y roza suavemente un pezón contra tu brazo con piel de gallina. –Hola, que tal, no te disculpes. ¿Así que trabajaste allí?-. Ella cae redondita y tú, tú comienzas a mojarte.

……

-Fue fácil. Bastó con que le dijera una sarta de cojudeces románticas, que le abriera la puerta del carro, que le mandara rosas por teléfono, que la llevara a comer pollo los fines de semana y que tiráramos en un hotel de Miraflores para que se tragara el cuento que la quería. La vaina empezó por una apuesta. Me dijeron que no podría levantármela porque había hartos oficiales detrás de ella. Bueno pues, seré técnico pero tengo mi pepa- masculló en el interrogatorio mientras el capitán apagaba un pucho y encendía la grabadora.

Así fue que comenzó el final de Karina, una farsa que engendraba otra mentira. La verdad era que Héctor convivía hace años con una charapa que trajo de su destaque en Maynas. Con Karina llevaba un año saliendo cuando quedó en cinta. Y si bien al inicio pensó en casarse, después de escuchar las versiones sobre la promiscuidad de su prometido decidió negarse al matrimonio.

No había dado crédito a los comentarios sobre los amoríos de su pareja con dos chicas de la Fénix o con la zamba del comedor, pero la cosa cambió cuando su mejor amiga le confesó que Héctor se le había insinuado.

Entonces, tras las constantes negativas, el asesino calculó que la única forma de casarse y con ello evitar la burla si Karina decidía dejarlo, era embarazándola. El reglamento de la PNP era claro. Boda o calle.

Luego de Joaquín, no pasó ni medio año para que volviera a embarazarla. Y con el alumbramiento de Nuria, también llegaron los celos enfermizos, las huascas endemoniadas y las golpizas impunes.

-No respetaba a nadie. En una fiesta donde estaban sus suegros y su esposa, me hizo proposiciones no obstante saber que era prima de Karina-, recordó en la delegación una adolescente de apenas 16 años.

Esa confesión fue detonante para su partida. Lo que los puntapiés no lograron, lo hizo el miedo de que su familia supiera que convivía con un enfermo sexual y el riesgo de que con los años intentara abusar de la pequeña Nuria.

Por eso llegaron los mensajes al celular. –Seguro llegó a casa y ha visto que no están los chicos- pensó, mientras manejaba la Harley. Eran las cinco cuando el celular sonó de nuevo.

Paró la moto. Era él. –¿Que querrá? Mejor no contesto. No, mejor sí, mis hijos están con mis padres, ya no puede chantajearme- pensó, contestó y aceptó la cita.

…….

-¿A dónde invitarla con 30 soles? Firmes, con 10 porque 20 son para el telo- carburas, mientras ella te dice que siempre va a ese supermercado porque una amiga que es cajera le da cupones por lo bajo.

Te importa un carajo. Sonríes y asientes con la cara más servil que puedes, pero la verdad es que no dejas de pensar cómo mierda harás para invitarla a tomar algo y convencerla de encamarse contigo.

Entonces sueltas tus chistes bobos que nunca fallan con las hembritas calentonas. Ves como se deshace y como con cada carcajada sus tetas empujan hacía afuera los botones de esa blusita púrpura. Y tu ahí, enhiesto y húmedo. Piensas cómo hacer, hasta que se te ocurre decirle que claro que conoces a su amiga. Que es una chica honesta. Te ganas su confianza y la invitas a tomar una gaseosa.

Se bajan del Cocharcas. Son las seis y media. El carro los deja cerca del Norkys en el que tantas veces fuiste a venirte. Pero esta vez es diferente. Vas de cliente.

Ves la carta y ¡puta madre! te das cuenta que todo rebasa tu presupuesto. ¡Que mierda!, susurras, la cosa es engancharla y quedar para otro día. Pides una jarra de cerveza y ella asiente, pero apunta que será la única, no puede demorarse mucho.

Te conversa sobre cosas mundanas a las que no prestas atención hasta que te confiesa que es la mujer de un guardia civil. Que es su amante.

Entonces agradeces a Dios por haber puesto en tu camino a la mujer de un concha de su madre. Es tu oportunidad de cobrarte la revancha de esos serranos que descubrieron que llevabas cocaína. El soplo te costó la expulsión de la Marina.

Pero la vida da vueltas, saboreas la inminencia de tu venganza y le llenas la copa. Entonces, tal como lo supones, va al baño y aprovechas para echarle droga al trago. Es cosa de minutos. Te sobas la bragueta y preparas tu celular.

…….

La cita era a las seis y media en la pollería de siempre. -No te preocupes. Sólo quiero saber cómo va a ser con los chicos. Es un lugar público ¿ok?-, fue lo último que dijo.

-Yo le ofrecí que regresara a casa-, decía ante un incrédulo oficial, -pero ella no quería. Me decía que necesitaba tiempo. Entonces, comenzaron a llamarla por teléfono y ella se iba al baño a responder. Pensé que la llamaba su amante-.

La cita no duró ni quince minutos. El mismo tiempo que demoró Nuria en volver a la mesa y tomarse el trago que la empujó a aceptar la proposición de Jorge.

Estaban en un taxi que los llevaba a casa de los padres de Karina para firmar allí un acuerdo de divorcio, cuando volvió a sonar el celular. Entonces Héctor intentó arrebatárselo. Ella se zafó, bajó del auto y se escabulló dentro de una combi.

-Yo la seguí y cuando estaba por el puente Santa Rosa, observé que se abrazaba con otro. Me bajé y la increpé. Ella me respondió que no era nadie para meterme. Me sentí humillado, saqué mi arma para disparar al aire-, contó en el interrogatorio.

Llegas en menos de media hora al cuarto que alquila. La tienes a tu disposición, zoombie y deseosa. Abres la puerta y ahí nomás te la coges y empiezas a tomarle fotos con el celular. Sacas el kepí de policía y se lo pones. Estás a punto de venirte cuando deja de gemir. La cacheteas, te recuestas sobre esas enormes tetas que ahora, en esa posición horizontal, se escurren como gelatina hacia los flancos, pero nada.Está tan fría como a unos kilómetros de distancia está a punto de estarlo Karina.

-¡Eres una puta de mierda! ¡Estás con tu amante! ¿Creíste que ibas a escapar?- gritaba, mientras ella se escondía tras el tipo al que le había pedido en la combi que la acompañara a la comisaría.

El tipo balbuceaba algo cuando salió el disparo. La bala perforó el cráneo de Karina y su cuerpo se desmoronó como un amasa torpe, de a poquitos. Nadie atinó a perseguirlo. Se fue caminando, se confundió con el gentío y subió a una combi rumbo a la casa de su amante. Se irían para Maynas.

¡Puta madre! se murió la puta. ¿Y ahora?, te preguntas cagándote de miedo. Una cosa es tirársela y mandarle las fotos del polvo al tombo para que se sienta una mierda, pero otra cosa es matar. Decides irte. Cierras la puerta, das unos pasos y chocas con un mestizo grande y sudoroso. Estás a punto de decirle que es un concha de su madre, cuando ves que saca un llavero y abre la puerta del cuartito de mierda del que acabas de salir.

Entonces reparas que puedes sacarte la muerta de encima. Coges al teléfono, dices que eres un vecino y denuncias una gresca doméstica. Que se escucharon golpes y que presumes que algo debe haberle pasado a la mujer porque ya no dice nada. Das la dirección. Cuelgas. Cruzas la calle, subes al Cocharcas y piensas en lo que has hecho, en lo que te has convertido por tu arrechura hasta que unas piernas pálidas y bien despachadas te humedecen de nuevo.

-Lo hice impulsado por los celos, porque mi mujer estaba en los brazos de otro. Hice lo que cualquier hombre hubiera hecho-, rezongó admitiendo el crimen.

-¿Y a la otra, a tu amante, por qué la mataste?-, espetó el oficial. -Eso yo no lo hice, a ella la amaba. Ella no era una puta de mierda-.