Del cosaco rosado del catolicismo casi nada queda. Postrado en una silla de ruedas, Karol se resiste a decirnos adiós. Su cuerpo lo mantiene atado a Roma, pero si por él fuera, seguiría visitando el patio trasero, los pueblos tercermundistas a los que la iglesia casi siempre les dio la espalda.
La abuela había dispuesto que todos los nietos nos acostáramos más temprano que de costumbre. Ni modo. Esa noche no hubo oportunidad de mataperrear ni prender la tele para ver las insulsas repeticiones de Telematch.
La abuela había dispuesto que todos los nietos nos acostáramos más temprano que de costumbre. Ni modo. Esa noche no hubo oportunidad de mataperrear ni prender la tele para ver las insulsas repeticiones de Telematch.
“Despierta que la abuela está en la sala”, fue la maternal frase que me levantó de la cama, previo jalón de orejas por no haber encendido la velita misionera de rigor. Me vestí al tiro y cuando entré a la sala me sorprendió ver que era él único dispuesto a ir con la abuela al encuentro con ese señor, ante el cual me obligaban a persignarme cada vez que salía por la tele.
Sentada en su sillón y escuchando en su radiola el itinerario que seguiría Karol Wojtila en Lima, la abuela había soltado algunas lágrimas de decepción. Ninguno de sus nietos preferidos que la acompañaban acomedidos a Monterrey había cumplido con su palabra. De todos los nietos que esperaba había bajado el menos esperado.
Me tomé la leche más rápido que el mismísimo tío Jhony y trepamos al carro del abuelo. El punto de encuentro con el Papa peregrino era la avenida Abancay, a una hora inmisericorde para un petiso como yo: las seis y media de la mañana.
Pero allí estuvimos, incluso antes que la Guardia Civil acordonara la pista y que los vendedores de chucherías se agarraran los mejores trozos de acera para revenderlos a las familias que llegaban sobre la hora y con banquitas para evitar la fatiga.
Tuvieron que pasar casi tres horas para que viéramos, por fin, asomarse esa incubadora gigante que protegía al Jefe Supremo de la Iglesia Católica. Rodeado por agentes de seguridad a trote (entre los que se encontraba el papá de uno de mis mejores amigos) Karol saludaba de un lado a otro como esas muñecas de porcelana china que la abuela guardaba celosamente en la vitrina. A su costado, el cardenal Landázuri le susurraba algo con la sonrisa prendida en ese rostro pálido y bonachón.
Hasta entonces nada del otro mundo. Era la seguridad usual que debía rodear al edecán de Cristo en este planeta de asesinos en serie y políticos truhanes, pero también de feligreses probos que mantenían su fe gracias a Karol.
A menos de cinco o seis metros de que el Papamóvil llegara a nuestra ubicación, el corazón de este palomilla parecía que iba a estallar. No me había movido un centímetro, pero sudaba a chorros. Hacía frío, pero sentía un calor de los mil demonios. Intenté coger la cámara fotográfica pero no podía mover ni un dedo. Me quedé inmóvil como cuando jugaba con los chicos en el barrio, pero esta vez era de veras.
Juro por Dios que en la tele el tipo me parecía un sacerdote más. Nada lo diferenciaba del párroco bonachón de mi iglesia, o de esos rollizos capellanes que conocí en los cuarteles. Pero ahí, al alcance de mi mano, las sensaciones se habían alterado de tal manera que el silencio era lo único que se escuchaba. Y entonces, cuando volteó para bendecirnos, se me enredó la lengua, mis retinas se humedecieron y una sensación de paz, un status quo celestial se apoderó de mis cuarentaitantos kilos.
Lo miré de frente y entonces pude ver el aura que rodeaba su cuerpo pálido como de algodón, pero maceta, su carita de cura pícaro pero buena gente. Eso fue todo.
Fueron segundos los que permanecí en ese estado catatónico, hasta que un vendedor de turrones me devolvió a la realidad de un codazo. Nada de sugestión de por medio, yo había ido para evitar más jalones de orejas y para cumplir con la abuela, para demostrarle que podía contar conmigo, pero el encuentro con Karol fue brutal, irradiaba tanto sosiego, una sensación de paz que jamás he tenido de nuevo. Me resultaba difícil defender mi precoz agnosticismo.
Pero ¿quién era ese tipo que había logrado quebrarme con sólo una mirada y una sonrisa? ¿qué tenía de especial ese sacerdote con cuerpo de comando y pinta de abuelo chocho?
Karol ha sido la figura más emblemática y querida de la Iglesia Católica y quizá el responsable de que la fuga de católicos a iglesias cristianas no haya sido una estampida brutal. Su solidaridad se cuajó de mocoso en Varsovia. Fueron años marcados por la pérdida de su madre, de su hermano, la insania de la guerra y la locura del holocausto. Hijo de un teniente del ejército polaco y de una costurera, nació el 18 de mayo de 1920 y muchos de sus biógrafos señalan que su gran amor por la Virgen María nació precisamente con la muerte maternal.
Actor y dramaturgo de obras con hondo sentido mariano, en 1939 se graduó con notas sobresalientes y la vida parecía sonreírle de nuevo. Sin embargo, a los 20 años recibe otro golpe para probar su fe: encuentra muerto a su padre. Ese episodio fue determinante para que ingresara al seminario clandestino de Cracovia, no obstante la prohibición nazi. Y es que una vez que estalló la segunda Guerra Mundial y en una patria agujereada por los Panzer alemanes, las iglesias y seminarios fueron fumigados por el Tercer Raich ante cualquier posibilidad de que el virus cristiano se extendiera.
Ya libre de la clandestinidad que imponían los fusiles, se ordenó sacerdote en 1946. En mayo de 1967 fue ordenado cardenal convirtiéndose en el prelado más joven del catolicismo. Finalmente, y contra todo pronóstico del ala espúrea del Vaticano, el 16 de octubre de 1978, Wojtila, con tan solo 58 años, fue elegido como cabeza de la grey. La mitad de la curia aria y romana lloró esa noche por la noticia. Un cura del tercer mundo tocaba el cielo.
Pero de ese gigante que visitó dos veces nuestro país casi nada queda. Sólo resta ahora un amasijo de carne encorvada que se resiste a dejarnos en manos de curas infames que se golpean el pecho con las manos llenas de monedas.
Karol Wojtila no habla. El Papa amigo se comunica a través de señas y por escrito. Ante ese panorama, sus ayudantes se las ingenian para que no pierda contacto con sus feligreses. Pero aunque está prohibido de abrir la boca, Karol sigue parloteando con sus asistentes polacos, el monseñor Mokrzycki y la hermana Tobiana.
Para nadie es un secreto que la influencia del clan polaco inquieta a la Iglesia por el peso cada vez mayor que tienen sus compatriotas. Lo cierto es que hay pánico dentro del despreciable Opus Dei que engulle vocaciones en el Vaticano. Temen que se repita el caso Wojtila y otra vez un Papa políticamente no correcto dirija las riendas desde Roma.
La memoria nunca ha sido mi fuerte. Lo admito. Soy una de esas personas que dejan escapar los recuerdos felices con mucha facilidad y poca pena, pero que guarda intactos en la morra los pasajes infaustos como la puñalada del amigo o el adiós unilateral.
La memoria nunca ha sido mi fuerte. Lo admito. Soy una de esas personas que dejan escapar los recuerdos felices con mucha facilidad y poca pena, pero que guarda intactos en la morra los pasajes infaustos como la puñalada del amigo o el adiós unilateral.
Sin embargo, ese recuerdo del Papa es un capítulo aparte. Hubiese podido esperar (como lo están haciendo algunos colegas sin escrúpulos ni fe) que el buen Karol muera para rendirle tributo, para hurgar en mi memoria por ese recuerdo feliz, por ese instante sublime que me regaló el soldado polaco una fría mañana de un mes que no recuerdo.
Pero no. Quise escribirle esta pequeña crónica al amigo que está mal. Quiero que sepas Karol Wojtila que aunque cierres los ojos y la iglesia imponga en tu lugar a un sucesor indigno con carné del Opus, en el patio trasero del mundo habrá quienes seguiremos pensando que estás vivo, que te tomaste unas vacaciones y que algún día volverás para decirnos que eres charapa, para besar el rostro cobrizo y desnutrido de un niño de Villa El Salvador.
Hoy no hace frío como esa mañana de 1985 en Lima. Han pasado 20 años y ahora ando en Trujillo, lejos de mi familia, pero la verdad es que no estoy tan solo. Tu recuerdo, Karol, disipa la nostalgia y me da fuerzas para seguir creyendo en Cristo… a pesar de mis pecados. Ave Karol.
(Crónica publicada en La Industria de Trujillo y reproducida en este blog por el segundo aniversario de la partida del Papa charapa)
I was pleasantly surprised by what I can only describe as the incredible talent of this young writer. Martin finds a way to capture the essence of his topics, and shows an honesty of character that unfortunately has but almost been lost to our younger generations. In this particular piece about John Paul II, I found myself deeply enthralled with his experience. The descriptive style he uses, and the way his own feelings are invested in this piece make us, the readers, feel like witnesses to his encounter.
ResponderBorrarI look forward to reading more of Martin’s works because I know how rare it is to come across talent like his.
¿Como puedes colocar un artículo de alguien que estuvo toda la vida en contra del uso de los anticonceptivos y cualquier forma de planificación familiar? ¿Una persona con el pensamiento más retrogrado de la historia? En fin de gustos y colores "si" han escrtio los autores. ¡Viva Zeus! El Dios que los católicos no se cansan de imitar, aunque no lo entiendan.
ResponderBorraresta es una cuenta pendiente que tenía con mi amorcito.... Solo para decirte que estoy muy orgullosa de tí, de tu calidad como persona, como pareja y como profesional. Eres el mejor periodista mi amor...y el que mejor escribe. Sorry Truman. ;)
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