viernes, octubre 13, 2023

Lima, de pueblo a ciudad

Isidoro Navarro, maestro en las artes coreográficas, dejaba en claro que solo él tenía las novedades dancísticas. Que quien quisiera mover las caderas y las falanges al mejor estilo europeo, tenía que ir a su academia. Y punto, no había vuelta que darle.

Corría 1847 y el aviso que puso en El Comercio no sólo ventilaba un amplio repertorio que incluía "bailes serios de sala" como la galopa rusa, la polka doble y sencilla, el jaleo de Jerez, los valses de cuatro clases y hasta el quema monte. Más que airear su despensa de movidas cortesanas, el aviso de marras tenía otra lectura y no precisamente de notas.

Desnudaba a una Lima que miraba con envidia a Europa, que talqueaba a sus hijos para las fotos, que exportaba primogénitos para que regresen hechos doctores y resuciten el apellido. Era una ciudad que soñaba con jardines colgantes, que le daba la espalda a su polvorienta costanera y que comenzaba a inocular en sus guaguas blanquiñosas, que los cholos tenían su lugar. Y ese no era precisamente el pueblo grande que el boom guanero comenzaba a convertir en ciudad.

El mayor exponente de semejante bestialidad racista fue José Rufino Echenique. Sí, fue el propio presidente de la República, nacido en Puno e hijo de chileno y boliviana, quien apadrinó esa frase que aun hoy recorre callejones y solares clase medieros donde hace rating Esto es Guerra: “Hay que mejorar la raza”.

Durante su gobierno (1851 a 1854) Echenique promovió, afiebrada y compulsivamente, una política de inmigración europea. Decía, sin pelos en la lengua, que Lima y el Perú debían tener gente de “buena raza”. Por eso impulsó el aterrizaje de alemanes, austriacos, irlandeses, españoles y otras etnias cara pálidas. Lastimosamente para él, su importación de piel colorada no tuvo éxito por la caída del boom guanero, algunos años después.

Otra muestra de su apego a la nobleza mazamorrera fue la corrupción generalizada al mejor estilo Odebrecht. Pagó millonadas a las familias más pudientes de la oligarquía limeña por una supuesta deuda de independencia. ¿Y qué hizo por Lima? Poco. Mejoró la carretera al Callao, inició la construcción del mercado central, contrató el servicio de alumbrado a gas y mandó esculpir las estatuas de Colón y Bolívar. 


La construcción de la ciudad
Ramón Castilla, quien sucedió al “cabeza rapada” de Echenique, fue el primer gran reformador de la ciudad o al menos fue el pionero en intentarlo. Sin aires burgueses, Castilla fue un gran revolucionario de esa Lima que aún tomaba agua del río, que roncaba cuando se iba el sol, y que era cucufata y matalascallando. La prueba irrefutable de esa idiosincrasia hipócrita eran las tapadas. La moda sobrevivía porque permitía, anónimamente, hacer tanto de espía como de pecadora.

Pero al margen del chisme y la cháchara de callejón de un solo caño, Castilla estuvo más preocupado en el servicio público y el bien común, que en pasarle la mano a los gamonales. Gracias a su gestión, Lima tuvo agua potable y telégrafo, se pudo ir hasta Chorrillos en tranvía, y se puso a los cacos en la flamante penitenciaría. 



Además, realizó el primer gran censo del país que arrojó un total de 2.487.916 habitantes en 1862.
De ellos, sólo un poco más de cien mil vivían en la Lima aún amurallada. Sí, recién 8 años más tarde caerían las murallas levantadas por españoles con tercianas y pesadillas corsarias. Era 1870 y Lima comenzaba por el norte en el Convento de los Descalzos y terminaba por el sur en la portada de Guadalupe, cerca de la plaza Grau.

En el lugar de las murallas se trazaron, al estilo francés, avenidas con boulevards que rodearon la
ciudad formando un cinturón de calles amplias y arboledas. Fue el primer trazo serio que tuvo la urbe. Fuera de esos márgenes se comenzaba a levantar Surco, un pequeño pueblo donde vivían los sirvientes de los balnearios de Chorrillos y Miraflores.

Ya con José Balta en el gobierno, se diseñaron parques decorativos sobre pampones donde antes se desnucaban toros y los vecinos se batían con revólver. En 1872 se inauguró el Jardín de la Exposición y su palacio (hoy Museo de Arte), inspirados en Versalles y los Campos Elíseos. Sobre 192 mil metros cuadrados se diseñaron jardines, arcos triunfales y fuentes.

Pero la influencia francesa no sólo dejaba huella en el diseño urbano. La gente quería vivir los nuevos tiempos y los gobernantes querían construir grandes obras públicas imitando la magnificencia de Madrid, Roma o Berlín. Una prueba de esa fijación por repetir patrones de ultramar fue el famoso baile de disfraces de 1873 en el Club de la Unión. 



Las dos señoras que mayor suma de dinero llevaron en alhajas fueron Rosa de Laos, quien vestía de Ana de Austria, y Fortunata Nieto de Sancho Dávila, quien hacía las veces de la Duquesa de Parma. Cada una llevaba 50 y 40 mil soles en joyas. Con ese dinero tranquilamente se hubiera dado de almorzar a mil peones que por esos años terminaban de construir el Club Regatas Lima y el Teatro Politeama que, como no podía ser de otra manera, se inauguró con Il Trovatore de Guiseppe Verdi.

La segunda gran modernización de Lima ocurre con las cicatrices de la Guerra con Chile aún cerrándose. El gobierno de Augusto B. Leguía modernizó la ciudad con el dinero de empréstitos cuyo fin inmediato era festejar el centenario de la independencia, en 1921. Se pavimentaron calles y avenidas, se levantó la plaza San Martín, se construyó el Palacio Arzobispal, Palacio de Justicia y el Palacio de Gobierno. Se levantó el arco morisco en la entonces avenida Leguía (Av. Arequipa). 

Además, se iniciaron los trabajos en las avenidas Venezuela, Nicolás de Piérola y Argentina. Se construyó el Hotel Bolívar y se fomentó la inmigración japonesa para inocular más disciplina en el ADN nacional.
Ya en los cincuenta, Lima se expandió desordenadamente. Los cerros fueron invadidos por los migrantes de la sierra y los ex barrios señoriales se tugurizaron. Los nuevos vecinos asaltaron los espacios donde hace unas décadas pasaban carruajes y se jugaba al cricket. Esa nueva generación de limeños encontraría respuestas en el gobierno del general Manuel A. Odría, quien emprendió una rápida construcción de conjuntos habitacionales, grandes hospitales y unidades escolares.

Pero Lima ya no volvería ser jamás la ciudad de los encorsetados paseos en el Jirón de la Unión. Sus parques se llenaron de nuevos vecinos que eran víctimas de una agresiva campaña de marginación. La televisión no aceptaba la cholificación de la ciudad y las siguientes generaciones de limeños, según analistas y antropólogos, nunca vieron o entendieron a Lima como su ciudad, como su casa.

Debe ser por eso que para algunos es tan fácil botar basura en la calle, pisar las flores, orinar en monumentos, robase luminarias o bancas públicas. Pero la culpa no sólo es de ellos. También recae en las autoridades que tumban parques para sembrar cemento.

Lima fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1988, pero desde entonces solo se han pintado paredes y resanado algunos balcones. Tiene más de 1100 fincas y precios en estado ruinoso, los edificios que circundan las plazas Bolognesi y 2 de Mayo son una lágrima. Seguramente algún centro comercial está soplando fuerte para que todo se venga abajo y puedan levantar sus vitrinas. Entonces venderán pantalones en los predios donde antes los soldados rendían honores a la bandera. Parece que seguirá vigente el bautizo de Salazar Bondy. Lima sigue horrible, por más malls que le siembren donde antes perfumaban geranios y se derramaba lisura.

*Crónica publicada en El Peruano, el 18 de enero del 2017
https://www.elperuano.pe/noticia/50332-lima-de-pueblo-a-ciudad


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