viernes, junio 26, 2009

El Jackson que yo conocí


El primer recuerdo que tengo de Michael Jackson es el video de mamarrachos resucitados que él comandaba con los ojos desorbitados y las greñas sueltas. Thriller (1982) me hizo bailar como un condenado, tijeretear mi traje del Chapulín Colorado, y soplarme un frasquito de aseptil rojo para parecerme a esos zombis que Gerardo Manuel ponía por las tardes en el siete.

Caray, vaya que me costó esfuerzo y sendos Rew, stop, play en el Betamax de mamá, aprenderme su clásico pasito hacia atrás, ese que lo hacía parecer un alma, un negro deliciosamente ingrávido. No como yo, que reflejaba en el espejo la imagen de un hipopótamo tratando de subir por una escalera caracol.

Billie Jean fue el segundo hit que escuché de ese negro sabroso que hace poco nomás formaba parte de los Jakson Five. Era 1982, Perú jugaba en el mundial de España, Chips montaba el horario estelar del 4, y Belaunde seguía creyendo que unos abigeos habían atacado Chuschis.

La verdad es que yo escuchaba a Jakson de contrabando. Lo oía y bailaba en las fiestas de mis hermanos mayores. En esos tonos de luces donde no podía faltar Cindy Lauper, Soda Stereo, Modern Talking y, por supuesto, Michael y su pop desenfadado.

Admito que en esos tiempos mis prioridades eran ver a Parchis, terminar mi álbum de la segunda guerra mundial y conocer a Flipper y Sisi, los famosísimo delfines que enriquecieron a sus dueños, aplaudiendo y haciendo bobadas con una pelota de hule. Jakson fue, entonces, mi primer encuentro con la música de verdad. Fuera de las fichas rojas y los ecos de la Polastri.

Y así empezó un viejo romance que siempre mantuve oculto. Jamás a flor de piel como mis relaciones con U2, Bob Marley, Ramones y Mar de Copas. Tengo que admitir que siempre estuve al tanto de sus nuevos discos (pero nunca me compré uno) y que me la pasaba esperando que sus canciones entraran al ránking de Panamericana (para grabarlas sin las cuñas que ponían al descubierto mi precaria condición financiera). Sin embargo, no sé porqué siempre me costó admitir que era su fan bajo la sombra.

Debe ser en parte por el roche generacional de admitir que este noventero en realidad tenía alma de ochentas, o, quizá, el prejuicio bobo de que no me asociaran con posición andrógina o gay alguna. No lo sé. Pero lo cierto es que me moría por moverme como él, que envidiaba a ese negro que se fue despintando en el camino. Que me valía madre su cara de maniquí con yaya porque su voz seguía intacta.

Y su voz me hacía recordar que el pop no sólo es la basura que canta Cristina Aguilera o Los Sacados. La voz del negro me movía el esqueleto y me hacía volar a esos años en que dejaba de ser niño para pisar con cancha y arrechura la adolescencia. Escuchar a Jackson es recodar al último álbum de figuritas que llené, o recordarla a ella, la primera enamoradita platónica, la petisa linda que me hizo pedalear desde la Villa Militar hasta un barrio en las afueras de Tacna sólo para decirme que ya no me quería. Cosas de la vida.

Lo cierto es que estás muerto mi estimado. Al menos así dicen los tabloides y los señorones que ahora hablan de tu grandeza cuando ayer nomás te crucificaban por tu apetito infantil (nunca probado, nunca aprobado tampoco). Ya no saldrás con tu cara de porcelana y esas gafas de puta que te ponías por tu sensibilidad a la luz. Ya no serás carnada para que los críticos y señorones te saquen la chochoca, y ya no darás pie a las imitaciones burdas del fujimorista (y gay antigay) de Carlos Alvarez.

Lo cierto es que hoy sonarás en mi carro nuevamente. Lo cierto es que, a mis 33, me sigo sorprendiendo ante el espejo tratando que me salga el pinche pasito hacia atrás. Lo cierto es que tú, negro lindo, no has muerto. Tu música te ha salvado.