domingo, abril 02, 2017
El Monstruo de Chapinero
Desde el edificio Equus 64 se puede ver las dos caras de Bogotá. Por un lado están las residencias de los acaudalados, los rascacielos como panales, y los condominios clonados de Netflix. Por el otro está el arrabal y las casitas de cartón engrapadas al monte. Allí viven los rolos (bogotanos) que trabajan limpiando las calles turísticas, las mujeres sin siliconas que cuidan bebés rubios y rollizos, y los jubilados que se ganan la vida cantando los titulares de muerte que inundan las portadas de El Observador.
Pero a las siete de la mañana del domingo 4 de diciembre de 2016, lo único que se escucha afuera del edificio de marras, levantado en la calle 64 del acomodado barrio de Chapinero Alto, es el ridículo ladrido de un perrito faldero, y el cantar de copetones y cucaracheros, pajaritos endémicos que invaden árboles, cables telefónicos y las tripas de alta tensión.
Rafael Uribe Noguera, 38 años, soltero codiciado, arquitecto y celoso compulsivo, tiene otra vez resaca. Ayer tomó una botella de Néctar, el aguardiente premium preferido por los yuppies, e inhaló varios gramos de cocaína que le trajeron hasta la puerta del edificio, como después corroborarán las cámaras de vigilancia. Ahora, tirado en su enorme cama con sábanas de 800 hilos, el hijo de una de las familias más reputadas de Colombia, mira el techo del cuarto y, de cuando en cuando, masculla el objetivo de esa mañana.
Ensaya nuevamente su ruta, recuerda el lugar donde conoció a Yuliana y saliva de las ganas. Ensaya nuevamente dónde y cómo parqueará la camioneta, repasa la mañana de ayer, cuando por fin pudo tocarla, pero frunce el ceño al recordar que el cumpleaños de una de sus sobrinas le impidió prolongar la cita. Ensaya nuevamente cómo hará cuándo la tenga desnuda, apunta que deberá ser cauto, que su apetito no puede hacerlo cometer errores.
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En la humilde comuna de Bosque Calderón Tejada (una suerte de Villa El Salvador a la colombiana) y a sólo 1 kilómetro de distancia de los barrios bien, los perros y gatos son boterianos. Por el contrario de lo que indica la lógica en un barrio con más necesidades que sueños, las mascotas sufren sobrepeso por tanto huesitos de pollo que los niños les regalan. Son, quizá, la única distracción que tienen para olvidarse de la pobreza.
Bosque Calderón tiene solo un parque y sus callecitas son tan estrechas que no dan ni para jugar pelota. Fundado en los setenta por obreros que decidieron acabar con tanta vaina e invadir el predio, ahora sirve de morada para los nietos de los verdaderos constructores de la Bogotá boyante. Sin embargo, también es hogar de familias indígenas que escaparon de las balas de los narcos en los ochenta, y de la insania guerrillera en esta década.
Los Samboní Muñoz es una de esas familias que vivió a salto de mata por culpa de las FARC hasta que llegó a la ciudad. Juvencio es un tipo noble con rostro bonachón que trabaja llenando techos, en tanto que Nelly, el amor de su vida, es cocinera amateur y una mil oficios consumada cuando se trata de ganar pesos extras. Si hay alguien que impone la disciplina en casa es ella, porque a Juvencio la rectitud se le adelgaza cuando aparece su pequeña y con esa sonrisa tierna e infranqueable, le pide un abrazo de oso. Porque él es el papá más lindo y fuerte del mundo. La familia tiene un angelito más, Nicole, de 4 añitos.
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La primera vez que estuvo en ese barrio no fue por de casualidad. Husmeaba debilidades en esas calles donde los niños aún juegan a las escondidas. Quería una niña a la que pudiera meter en su camioneta. El perfil era claro, tenía que ser pobre para endulzarla con monedas y, lo más importante, indígena para no provocar “cargo de conciencia”. Debía ser lo menos parecido a sus sobrinas y a las hijas de sus amigos, esas pequeñas que lo ven como un tío chocho y a las que, por más apetito que tuviera, sería incapaz de ponerles un dedo encima.
Necesitaba sentirse superior en todo sentido y eliminar cordones umbilicales con su entorno y los sentimientos. Por eso había estado el viernes en Bosque Calderón. Ese día se topó con Yuliana cuando jugaba en la puerta de su casa. Redujo la velocidad, cuadro el auto y le dijo que le daba 4 mil pesos si subía. Arguyó que no conocía la zona y que le pagaría para que lo ayudara a encontrar una dirección. La niña no aceptó y se fue corriendo.
Rafael enfureció como un toro. La cámara de una panadería muestra como la camioneta Nissan X-trail gris, sortea un camión cisterna antes de salir de cuadro. Le hervía la sangre de impotencia, estaba tan encabronado como esa vez que una pareja de jubilados que vivía en su edificio, lo denunció por inmoral y escandaloso. Lo habían sorprendido vestido de travesti en las escaleras, mientras en la sala sus amigos se divertían con prostitutas, y bailaban bachata calatos y a decibeles impenitentes.
Además del aguardiente y la cocaína, era un adicto al sexo y frecuentaba la zona rosa de Santa Fe. Su dosis semanal de chicas prepago, menores de 15 años y casi siempre morenas o mestizas, ya no aplacaba un instinto animal que comenzaba a desbordarse. Tanto que una semana antes de sus incursiones a Bosque Calderón, salió desnudo y le propuso “portarse mal” a una mujer de 41 años que encontró en el paradero.
La negativa de Yuliana lo había exacerbado. Tanto así, que al día siguiente, sábado 3 de diciembre, apenas acabó la matiné de su sobrina, y absolutamente sobrio, volvió a la humilde casa de la pequeña y le ofreció 10 mil pesos (poco más de 11 soles) para que entre al auto. Esta vez le habló con dulzura, le dijo que conocía a sus papás y logró que subiera, pero su primo Yazid Samboní, de 8 años, se dio cuenta y tras un nimio forcejeo se la arrebató. Era casi de noche y había mucha gente en la calle como para insistir. Decidió retirarse, pero volvería.
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Yuliana despierta y salta como un resorte de su catre con colchón de paja. Hoy es domingo y lo quiere aprovechar al máximo. Quiere ir a la tienda donde está el vestido rosadito de encaje y blonditas que quiere lucir en Nochebuena. Toda la semana soñó con probárselo y ver cómo le quedaba en ese espejo, gigante como el de Frozen, que tiene la tienda del centro.
Las clases están por terminar y ella se ha ganado a punta de buenas notas que papá le cumpla el capricho. Yuliana Samboní tiene 7 añitos, le encanta vestirse de princesita pero dice que cuando sea grande trabajará tan duro, pero tan duro, que le comprará a sus papis y a su hermanita una casita al otro lado de la ciudad.
Cariñosa y responsable para una edad tan tierna, Yuliana cursa el segundo de primaria y le acaba de prometer a papá otra cosa. Le dice que otra vez se esforzará tanto, que por segundo año la escogerán para el tributo a la bandera. Ella misma ha pegado en una de las paredes de la sala, la bandera colombiana que le regalaron en julio por ser tan disciplinada y estudiosa.
Y es precisamente ese trofeo al mérito el que corona el desayuno ese 4 de diciembre. Pero como aún son las 8 y pico de la mañana, su papá le dice que juegue un rato, que es domingo y las tiendas en el centro recién abren a las 10. La pequeña sonríe emocionada y acabados los porotos, corre a su cuartito para vestirse. Se pone un short, un polito de tiras y sale a matar el tiempo con sus amiguitos. Son cerca de las 9 de la mañana y en unos minutos más ese angelito será raptado, violado y, finalmente, asesinado.
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La canción preferida de Rafael Uribe es, ni más ni menos, que Cuatro babys, un hit nauseabundo del sobrevalorado Maluma, que dice así: “Ya no sé qué hacer / no sé con cuál quedarme / todas saben en la cama maltratarme / me tienen bien, de sexo me tienen bien / estoy enamorado de cuatro babys / siempre me dan lo que quiero / chingan cuando yo les digo / ninguna me pone pero”.
Esa canción, que hace apología de la mujer como objeto para complacerse, no solo es su preferida, sino que es como su himno, una especie de marcha inspiradora que pone a todo volumen en su camioneta. Ha confesado públicamente en su Facebook que le inspira, que lo saca de sus casillas. Y eso es doblemente peligroso, sobre todo para alguien que admitió que sus locuras son producto de su falta de autocontrol. Para alguien que enseña a sus amigos los videos que graba cuando tiene relaciones con amigas, enamoradas y prepagos.
Y esa mañana de domingo Uribe está entusiasmado, miserablemente emocionado con la posibilidad de tener a Yuliana ahí, en su cuarto y sin defensa. Se la imagina desnuda en el jacuzzi, se la imagina de maneras inimaginables para una mente normal. Pero él es todo menos normal, es un monstruo sexual que lo ha planificado todo al milímetro y con cronómetro. El tiempo ha comenzado a correr.
Las cámaras de seguridad del Equus 64 captan que Uribe sale de su departamento poco antes de las 9 de la mañana, y sólo seis minutos después ya está parqueado a pocos metros de la casa de Yuliana. Está ahí, sentada en la vereda, jugando yaxes cuando Uribe baja y la mete de un tirón en el asiento del copiloto, pone el seguro y arranca. Trata de escapar por la parte alta del barrio, pero la caída de un puente lo obliga a pasar de nuevo por donde raptó a la niña. Lo hace tan rápido que logra ver a la compañerita de Yuliana llorando de miedo y plantada como estaca sobre la berma.
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¡Cállate carajo! Le grita para aplacar sus sollozos, pero la niña entra en pánico. Su instinto le dice que debe pelear, pero recibe un puñetazo que la deja casi inconsciente. Luego, la mano de Uribe coge su cabeza y la oprime tan fuerte contra sus piernecitas que ahoga toda posibilidad de defensa. La cámara de la panadería lo capta todo.
El reloj marca las 9.41 de la mañana cuando Uribe entra al parqueo de su apartamento. Sin embargo, algo lo pone nervioso. Sale y da siete vueltas esperando el momento perfecto para entrar nuevamente. Nunca lo hace y decide ir al otro edificio de la familia, el Equus 66, a pocas calles de allí. Entra raudamente, pero no tanto como para evitar que el portero del edificio lo vea cargar a la pequeña. Discuten unos segundos y finalmente Uribe logra convencerlo de que la pequeña es un familiar, que está malita y que, por favor, si alguien viene a buscarlo no diga nada. Que niegue que está ahí, que no pasa nada.
Abre la puerta del departamento. Es una pieza vacía que la familia ha puesto en alquiler, así que va directo al baño para consumar el crimen. La pequeña Yuliana recupera medianamente la conciencia y eso parece agradarle. La mira con deseo y superioridad, la desnuda, le pone un lazo alrededor de su cinturita, como si fuera un regalo, y comienza a ultrajarla.
El ataque es violento y la pequeña intenta defenderse de nuevo, pero solo logra arañar los brazos de Uribe, quien en esos momentos decide untar su pequeño y desnutrido cuerpecito con aceite de cocina. Se trata de un viejo fetiche practicado con sus novias y las prostitutas que contactaba por internet.
La penetra con tanta insania que desgarra su vagina y el recto en minutos. La pequeña, según los médicos forenses, murió estrangulada mientras la violaban. Es cerca del mediodía. Uribe sale al balcón del departamento, fuma un cigarro y grita: “la embarré, la embarré”.
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La Dirección Antisecuestro y Antiextorsión de la Policía de Colombia (Gaula) ya anda tras su rastro. Los papás de Yuliana emprendieron la búsqueda y en menos de una hora está en marcha el operativo. La niña que jugaba con ella contó todo y en segundos aparecieron los agentes. Pidieron las imágenes de la cámara de vigilancia de la panadería y en minutos tienen la placa y el nombre del dueño de la camioneta: la esposa de uno de los hermanos de Uribe.
La llaman y ella cuenta que el auto lo maneja Rafael hace meses. Quedan con la Policía en reunirse en el departamento de Rafael, pero antes que todos lleguen, el asesino tiene tiempo para volver al Equus 64, bañarse, cambiarse, perfumarse y volver al lugar del crimen. Camina con absoluta normalidad e incluso chatea. Una frialdad de espanto.
Los hermanos logran ubicarlo en el departamento del crimen y afirman que sólo en el trayecto a la clínica donde decidieron internarlo por un problema cardiaco, Rafael recién les contó lo que había hecho. Lo cierto es que pasaron siete horas hasta que la Policía especializada pudiera dar con el cadáver. La encontraron en el cuarto de máquinas del jacuzzi. Su cuerpecito estaba partido, pero misteriosamente limpio de sangre, fluidos y otras pruebas evidentes que vincularan a Rafael como perpetrador.
Sin embargo, los exámenes forenses y el ADN del asesino en las uñas y zonas púbicas confirmaron todo. “El cuerpecito de Yuliana habló, a pesar que lo tuvimos recién a las 15 horas de su muerte. Había un evidente desgarro vaginal y rectal. No pesaba nada, la niña estaba desnutrida. Con todos los años de experiencia, nunca había victo un cuerpito así. No pesaba nada, una tristeza. Sin embargo la presencia del agresor y su identidad estaban científicamente comprobadas”, contó, entre sollozos, Carlos Valdez, el director de Medicina Legal.
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Echado en una cama de la clínica Navarra, Uribe escucha, como quien oye una multa por infracción de tránsito, los cargos en su contra: feminicidio agravado, secuestro, acceso carnal violento y tortura. Frunce el ceño y pide que lo dejen llamar a un familiar. No muestra arrepentimiento, su única preocupación es que no se salga un catéter que sirve de bypass para algún líquido rehidratante.
Mientras tanto un nuevo equipo policial intenta recuperar más pruebas en una escena del crimen contaminada para intentar ayudar a Uribe. Encuentran ropa de más niñas en el tanque del inodoro. Son de diferente talla, lo que evidencia que Yuliana no fue su primera víctima.
El presidente Juan Manuel Santos rompe su silencio y en la tarde del lunes habla sobre el caso: "Con profunda indignación condeno el crimen de esta niña de 7 años en Bogotá. Que todo el peso de la justicia caiga sobre responsable", vocifera, y el peso mediático impide que el asesino acceda a beneficios. La Fiscalía logró una indemnización de 75 millones de pesos y una condena de 51 años y 10 meses para este asesino que siempre actuó conscientemente y con la precisión de un relojero.
"Se hizo justicia a pesar que las pruebas fueron manipuladas ¿Por qué fue tan desalmado con mi hijita?, mi niña no se merecía esto", responde en la radio, sollozando y con una dicción atropellada por el dolor, Juvencio.
El papá más lindo y fuerte del mundo ya no tiene a su chiquita para darle abrazos de oso, y Nelly se desmaya cada vez que los ansiolíticos pierden efecto y vuelve a la vida. Hace meses que los niños no juegan en las calles de Bosque Calderón y la casita de los Samboní luce abandonada.
Fernando Marchan, el portero del edificio Equus 66 se suicidó por miedo a que lo involucren como cómplice, en tanto que los hermanos del “Monstruo de Chapinero”, Francisco y Catalina, afrontarán un juicio por encubrimiento y complicidad. Este ha sido un triunfo de la justicia sobre el apellido poderoso y el dinero a borbotones. Entonces, aún hay esperanzas en un país donde violan 21 mujeres al día y dónde la impunidad alcanza el 95% Yulianita no ha muerto en vano y hoy tiene un nuevo hermanito que cuidará desde el cielo y que lleva su nombre, Julián.
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