MJO vestía casi siempre unas chompas gigantes que terminaban empequeñeciendo sus brazos morenos, mientras mostraba pasaportes caducos, souvenirs de la desgracia, recuerdos de guerras ajenas y negativos de personajes, personas y pusilánimes que él tomó de rehenes con su vieja cámara a rollos.
En su oficina de la dirección de El Peruano, su frigobar no mantenía al polo whiskys ni brandys.
Su pequeña refrigeradora custodiaba botellas de leche de vaca, avenas multicolores como las polleras de su Otuzco natal y otros menjunjes paridos con un solo objetivo: retardar el avance de una enfermedad iletrada y salvaje.
Tenía la manía de rascarse la nuca y pasarse las manos por toda su cara mientras pensaba una respuesta.
Jamás lo escuché decir una lisura ni agachar la cabeza ante sus jefes. Orbegozo podía ser todo menos un chicheñó. No rentó nunca su pluma como sí lo hicieron otros periodistas de la década del cincuenta con apellidos anglosajones, colorados ellos, pero con poca sangre en la cara.
Lo conocí en San Marcos escapando de un profesor que me decían que hacía gala de un talento que no tenía. Por eso me matriculé en su curso y luego de algunos meses ya publicaba en la página de opinión de El Peruano.
Una tarde fui a dejar, como siempre, mi recibo por honorarios y Orbegozo salió de improviso de su oficina para darle algo a la guapa señora que tenía de secretaria. Me vio como quien mira un alma descarriada y me ordenó que pasara a su pequeño búnker.
“¿Qué haces de bancario'”, me inquirió, oteando de arriba abajo mi uniforme de cajero part time del BCP. “Tú tienes que escribir. ¿Cuánto ganas allá?” Le respondí y al día siguiente estaba renunciando al banco deforestador. A la semana siguiente escribí mi primera página central y luego de algunas semanas recalé en la página cultural con el gran Carlos Batalla y el talentoso Francisco Zeballos Valle.
Claro que hay que ser agradecidos en la vida y por eso siempre tengo presente a mi maestro Manuel Jesús, el cazador de lechuzas, el mejor cronista que este país ha conocido y el reportero eterno que me enseñó la dignidad del oficio. Oficio al que algún día espero volver para escribir, escribir y solo escribir.