Parte primera
Lo admito, el día que me puse la pañoleta scout me dio roche. Me dio penita (como dicen las chicas huequis que se embriagan con la plata de papi en Asia) volver a casa con ese retazo de tela envolviendo mi cuello, casi casi como mi mamá. Claro, como cuando mami se iba regia y oronda con su chal chileno a jugar canasta a casa de la tía Yanira.
Recuerdo que quise quitármela acabada la primera reunión scout a la que iba -y en la que juré portarme bien, poner la otra mejilla, hacer una buena acción diaria, ser digno de confianza y no sé que otras cosas más-, pero Miguel Hugo (infatigable y rollizo amigo de infancia) me miró de reojo y adivinando mis paganas intenciones me susurro al oído: “Te está mirando. No voltees, Alessandra te está viendo”.
¿Y quién era esa silente observadora que prolongaba mi penita? Pues era la niña que había jubilado mi afición por Meteoro y los Transformers. Era una mocosa linda y agrandada con ojitos de chocolate y cabello de manzanilla. Ella era el verdadero motivo de que esa tarde sufriera un proceso de mimesis con el pájaro carpintero y que me valiera madre las amenazas de los amigos de cuadra: “Nosotros no jugamos con gay scouts”.
Pero volvamos al intento por despojarme la pañoleta. Bueno, eran las seis de la tarde de un sábado de 1987 y el silbato había dado por terminada la reunión scout en la canchita 24. Entonces, casi al instante, urdí la forma más solapa de quitarme el corbatín tricolor, pero ¿cómo sacarme la pañoleta si ahora ella andaba oteándome? Seguramente cuchicheaba con sus amigas de patrulla lo bien que me asentaba el uniforme, lo mostro que se me veía con mis insignias y pañoleta, lo lindo que lucía con mi banderín de los Toros (¡Con cachos y sin cachos siempre machos!).
Y es que esa tarde dejaba de ser el chiquillo anónimo que rondaba todas las tardes con su bici por la casa de Alessandra, tras conseguir la visa materna con las excusas más inverosímiles que un niño de 9 años puede inventar.
Ahora era diferente. Ella me veía. Bueno, al menos eso era lo que me había dicho el buen Hugo, y yo no quería voltear para confirmar su versión por temor a volver a ser el voyeur clandestino que se desviaba 500 metros cuando iba al mercado, sólo para pasar por la puerta de su casa y verla… verla aunque sea sentada en su escalera, suspirando con cara de boba y tomada de la mano del monigote que fungía de su enamorado.
Ni modo, tuve que tragarme mis prejuicios pueriles y caminar sin chistar. Emperifollado como un pequeño lord Baden Powell recorrí las diez cuadras que separaban el parque de mi casa.
A mi lado iba el jefe de tropa, Alberto Pachas, que vivía a la vuelta de mi humilde morada. Mister Pachas me contó en esos 10 minutos que duró el trayecto, la historia entera del escultismo y creo que hasta le quedó tiempo para recitarme de memoria las veinte formas de hacer un nudo con la misma drisa y con los ojos cerrados.
Y si a él le faltó tiempo para adiestrarme en esas cinco cuadras que me separaban de mi guarida, para mí, en cambio, esos minutos fueron los más largos de mi corta existencia. La tierra no me tragó ni cayó el aguacero que imploré a las ánimas del parque de las brujas.
Así, en el camino tuve que soportar con estoicismo la burla de mis "amigos" de cuadra, pequeños canallas que pararon su pichanguita en la pista sólo para abuchearme, para decirme sandeces como: “que lindo el exploradorcito”, “cuidado, cuidado que la pelota le caiga al niñito bueno”.
Pamplinas. Quise ir a encararlos, quise meter varios rectos de derecha en las mandíbulas de Coco, Pancho y compañía, pero el buen Pachas lanzó un dardo verbal que anestesió mi ira. “Esa es la diferencia entre ellos y ustedes. El scout se muerde la lengua antes de humillar o agredir al prójimo. El scout no tiene espacio para la revancha”.
¿Por qué dijo eso? Si se hubiera quedado calladito los habría agarrado a trompadas, les hubiera sacado la chochoca (¿ya no se usa esa frase no?), habría tirado su preciosa pelota Tango al jardín de la señora Rivas (cincuentera que se jactaba de haber desinflado unas 500 pelotas en poco menos de diez años). Los habría puesto en su lugar en un san quintín.
Pero lo que más me molestaba no era que me insultaran. Lo que desbordó mi ira fue que le faltaran, de taquito, el respeto a ese señor que hace 15 años dedicaba su vida a domesticar el espíritu de cientos de mocosos que, como yo, no entendíamos para que miércoles servía ser scout... ¿qué diantres sacabamos con portarnos bien?
Recuerdo que quise quitármela acabada la primera reunión scout a la que iba -y en la que juré portarme bien, poner la otra mejilla, hacer una buena acción diaria, ser digno de confianza y no sé que otras cosas más-, pero Miguel Hugo (infatigable y rollizo amigo de infancia) me miró de reojo y adivinando mis paganas intenciones me susurro al oído: “Te está mirando. No voltees, Alessandra te está viendo”.
¿Y quién era esa silente observadora que prolongaba mi penita? Pues era la niña que había jubilado mi afición por Meteoro y los Transformers. Era una mocosa linda y agrandada con ojitos de chocolate y cabello de manzanilla. Ella era el verdadero motivo de que esa tarde sufriera un proceso de mimesis con el pájaro carpintero y que me valiera madre las amenazas de los amigos de cuadra: “Nosotros no jugamos con gay scouts”.
Pero volvamos al intento por despojarme la pañoleta. Bueno, eran las seis de la tarde de un sábado de 1987 y el silbato había dado por terminada la reunión scout en la canchita 24. Entonces, casi al instante, urdí la forma más solapa de quitarme el corbatín tricolor, pero ¿cómo sacarme la pañoleta si ahora ella andaba oteándome? Seguramente cuchicheaba con sus amigas de patrulla lo bien que me asentaba el uniforme, lo mostro que se me veía con mis insignias y pañoleta, lo lindo que lucía con mi banderín de los Toros (¡Con cachos y sin cachos siempre machos!).
Y es que esa tarde dejaba de ser el chiquillo anónimo que rondaba todas las tardes con su bici por la casa de Alessandra, tras conseguir la visa materna con las excusas más inverosímiles que un niño de 9 años puede inventar.
Ahora era diferente. Ella me veía. Bueno, al menos eso era lo que me había dicho el buen Hugo, y yo no quería voltear para confirmar su versión por temor a volver a ser el voyeur clandestino que se desviaba 500 metros cuando iba al mercado, sólo para pasar por la puerta de su casa y verla… verla aunque sea sentada en su escalera, suspirando con cara de boba y tomada de la mano del monigote que fungía de su enamorado.
Ni modo, tuve que tragarme mis prejuicios pueriles y caminar sin chistar. Emperifollado como un pequeño lord Baden Powell recorrí las diez cuadras que separaban el parque de mi casa.
A mi lado iba el jefe de tropa, Alberto Pachas, que vivía a la vuelta de mi humilde morada. Mister Pachas me contó en esos 10 minutos que duró el trayecto, la historia entera del escultismo y creo que hasta le quedó tiempo para recitarme de memoria las veinte formas de hacer un nudo con la misma drisa y con los ojos cerrados.
Y si a él le faltó tiempo para adiestrarme en esas cinco cuadras que me separaban de mi guarida, para mí, en cambio, esos minutos fueron los más largos de mi corta existencia. La tierra no me tragó ni cayó el aguacero que imploré a las ánimas del parque de las brujas.
Así, en el camino tuve que soportar con estoicismo la burla de mis "amigos" de cuadra, pequeños canallas que pararon su pichanguita en la pista sólo para abuchearme, para decirme sandeces como: “que lindo el exploradorcito”, “cuidado, cuidado que la pelota le caiga al niñito bueno”.
Pamplinas. Quise ir a encararlos, quise meter varios rectos de derecha en las mandíbulas de Coco, Pancho y compañía, pero el buen Pachas lanzó un dardo verbal que anestesió mi ira. “Esa es la diferencia entre ellos y ustedes. El scout se muerde la lengua antes de humillar o agredir al prójimo. El scout no tiene espacio para la revancha”.
¿Por qué dijo eso? Si se hubiera quedado calladito los habría agarrado a trompadas, les hubiera sacado la chochoca (¿ya no se usa esa frase no?), habría tirado su preciosa pelota Tango al jardín de la señora Rivas (cincuentera que se jactaba de haber desinflado unas 500 pelotas en poco menos de diez años). Los habría puesto en su lugar en un san quintín.
Pero lo que más me molestaba no era que me insultaran. Lo que desbordó mi ira fue que le faltaran, de taquito, el respeto a ese señor que hace 15 años dedicaba su vida a domesticar el espíritu de cientos de mocosos que, como yo, no entendíamos para que miércoles servía ser scout... ¿qué diantres sacabamos con portarnos bien?