domingo, junio 17, 2007

De cocina gourmet y otros menjunjes


Miro la carta y busco algo familiar para pedir y no hacer roche, pero es imposible. Sólo aparecen párrafos ininteligibles para este cronista acostumbrado al cariño y pragmatismo de los agachados y huariques limeños. Letritas en italiano y francés, sazonadas con un aquelarre de consonantes y vocales sobre especies andinas, logran lo que no pudo la altura del Cusco (con s): marearme.

Ahora estoy sonriendo y asintiendo con cara bobalicona sobre algo que mis acompañantes de mesa murmuran, pero que yo desconozco… mayormente. ¡Diantres! ando en la página tres de la cartita del Incanto y no encuentro ningún plato que mi paladar recuerde. Y eso resulta incomodísimo, sobre todo porque a mi derecha, (el dueño del restaurante) y a mi siniestra (la dueña de esta revista) ya pidieron gnocchi alla panna di rocoto con gamberetti (traducción: ñoquis a la crema de rocoto con camarones) y un lomo de alpaca (sin mayor traducción, of course, pero a mi la alpaca no me va).

El mozo me mira. ¿Qué pedir? si no entiendo muy bien el rollo de lo novo andino y la comida fusión. ¡A mi que me traigan un ají de gallina!, pienso, pero callo y espeto -con la suficiencia de quienes no se sorprenden con la carta-: “lo mismo que a Rafael (Casabone)”. Ahora el que asienta la morra es el mozo. He pasado piola.


Incanto es deliciosamente precoz. Hace un mes cumplió su primer año, pero en ese corto tiempo ya ha tenido en sus mesas (merced a su chef, Juan Barreto) a los turistas más exigentes, a quienes más que buscar comida que no indigeste olfatean por las cartas de primer nivel, a esa sarta de comensales que se dejan llevar por el Lonely Planet (la Biblia del viajero informado) antes de chasquear los dedos y llamar al maître.

Y es que así funcionan las cosas aquí. En esta ciudad con dos Pachacutec (uno más telúrico que el otro) y de tránsito desbocado (pandemonio provocado por la alcaldesa de turno), no son los suplementos locales sobre cocina los que marcan la pauta a la hora que el hambre apremia.

“Acá no eres nadie hasta que no apareces en algún traveling book que se respete. Somos un destino turístico caro. Al Cusco viene gente culta, acostumbrada a una oferta culinaria top y, felizmente, ahora podemos ofrecer un auténtico circuito gourmet”, cuenta Rafael, el limeñito que hace diez años se cansó de jefes incompetentes y decidió fundar, a fuego lento, su propio imperio.
Es medio día. Hace tres horas que bajé del avión y recién he recalado en un restaurante de los que me recomendaron en Lima (tengo una lista larga). Sin embargo, decido ir a la plaza en busca de una fuente directa, lejana de clientelismos y libre de la moda impuesta por algunas gacetillas escritas con el dedo meñique. Libre de prejuicios bricheros, decido poner a prueba el inglés que me enseñaron en un instituto de la avenida Arequipa.

Tras media hora de conversa con turistas ingleses, suizos, estadounidenses y franceses, (y con datos obtenidos previamente del cuartelero de mi hotel) tengo dos cosas claras. La primera: mi lista de restaurantes ha sido mutilada. La segunda: debo matricularme en un instituto un poco más serio.

Casi todos coincidieron. Incanto, Inka Grill, Map Café, Greens, Macondo, Tango Beef y Cicciolina son la voz en el centro. En tanto que Sol y Luna, Casa Andina, Crèpes y Extras, Huacatay y 3 Keros son los puntos en el valle. Esos son los búnkeres del boom culinario que sorprende a quienes llegan en vuelos comerciales, y a ese influyente pelotón que aterriza en avionetas y renta el Hiran Bingam para pasear como Dios manda… y su billetera aguanta.


Inka Grill queda al borde de la mismísima plaza de armas, más precisamente (como dicen los cusqueños) al lado de un restaurante que no obstante su sospechoso menú de ocho solecitos, tiene varias mesas vacías a esta hora. Es la una de la tarde cuando entro al feudo de Teodoro Ponte, el chef y responsable de que hace más de nueve años el Inka Grill ande repleto.

Doy una rápida leída a la carta y esta vez decido poner el dedo sobre la oferta novo andina para elegir, al azar, mi segundo plato del día. Levanto el índice: “”tiradito de trucha con refrescante sorbete de ají amarillo y puré de camote al kion”. La boca se me hace agua y mientras espero, paso revista a las caras de los gringos para auscultar cómo les sabe la sazón de Ponte. Y bueno, resumiré diciendo que los comensales ponen la misma cara de satisfacción que Gastón muestra cada vez que prueba platillos en la tele.

La trucha ha estado fresca y lo mejor de todo es que no hubo cuenta al final de la merienda. Me despido del rollizo cocinero, mientras éste trata de persuadirme de que me quede. Me dice que no puedo irme sin probar su rissoto de quinua o su ají de gallina. ¿Perdón? ¿Dijo ají de gallina? Ponte sonríe y yo estoy a punto de llorar.

El siguiente punto es Macondo. Adentro es imposible no darse cuenta que el dueño tiene una adicción demoníaca por el pop art. Se trata de una suerte de híbrido entre Santa Sede y el atelier de un pintor jubilado. He venido por la alpaca mignon de la que tanto presume este predio y a la que tanto me he resistido. Doña Norma se deshace al saludarme, pero recupera la compostura cuando una pareja danesa pide pisco sour. Ella es la madonna detrás de una barra que parece el altar dispuesto a la lujuria.

La comida sólo ha durado 20 minutos en el plato. Y no era que tuviera mucha hambre que digamos, pero la sazón de este búnker del realismo mágico es digna de vivirse para contarse. Me levanto y pido la cuenta, pero es imposible. Normita me mira con cara de pocos amigos. Es hora de ir a descansar. En la noche me esperan el Greens y el selecto MAP Café.

Hoy no hubo duchazo y sospecho que los 3 grados centígrados tienen algo que ver. Subo las escaleras que dan al Greens y ya arriba me da la impresión de estar en uno de esos cinco tenedores de Conquistadores. La decoración es minimalista y la carta orgánica por antonomasia.

Esta vez dejo que el mozo pida por mí, pero al rato ya estoy arrepintiéndome. Debí decirle que me trajera algo ligero nomás, para no enfrentarme a esta generosa costilla de cordero que se ve tan crocante, que se ve tan contundente, que sabe tan sabrosa, que ya no está. Las francesitas a las que salve de un estafador al paso tenían razón. Greens es otra cosa.


Y aunque los fettuccine de espinaca me tentaron a quedarme, decido hacer espacio y ahogar mi apetito en una cusqueña heladita. Mi siguiente cita es en el restaurante más exclusivo de la ciudad: el MAP Café. Se trata de una enorme urna de vidrio anclado en el patio de la casona donde funciona el Museo de Arte Precolombino.

¿Herejía cultural? Para nada. Se trata de una propuesta gastronómica enlazada con el entorno. Basta una rauda ojeada a la pequeña carta para darse cuenta que de lo bueno poco. De tanto recalar en restaurantes gourmet ya he cogido algo de cancha y me doy el lujo de hacer esperar al mozo mientras decido si pico el pollito relleno con pesto andino (con una guarnición de puré de choclo en salsa de aceitunas de botija) o el pollito crocante con quinua. ¿Debo contar que pedí los dos?

El encanto del valle
No sólo la naturaleza del valle del Urubamba es una delicia para los visitantes. Bastó un poco de olfato para que un grupo de visionarios ofreciera ahí nomás, sin necesidad del viaje de una hora al Cusco, una cocina de altura. Prueba de ello son las cartas de los hoteles Sol y Luna (a cargo de Nacho y Gabriel Fedel) y Casa Andina (el caporal de su cocina es Pepe Pareja). Si en la primera estancia el huésped puede escapar de lo novo andino para probar una cocina fusión 80% original, en la segunda, sus medallones de res o carpaccios de alpaca son una auténtica tentación.

Pero no sólo los hoteles marcan el paso del circuito gourmet del valle. Huacatay (auténtico huarique que fundó el gentil Pío Vásquez), 3 Keros (donde el buen Ricardo Behar ofrece unas costillas de cerdo imperdibles) y Crepes y extras (de ese personaje digno de un cuento ribeyreano que es Oscar Artacho) completan el abanico del circuito gastronómico al pie de esas montañas que parecen manos de gigantes esperando por los cubiertos.

La última noche
Regreso del valle y me recibe el Cusco nocturno. La urbe más cosmopolita de América, según los operadores turísticos; el territorio sacro, a decir de los rezagos de la panaca, o el paraíso de la juerga, si oímos a los escolares en viaje de promo y a los turistas mochileros. Todo depende de quién mire.

Y yo miró, por ahora, la lista que escribí en la plaza de armas el primer día. El recorrido por el rally gastronómico más alto del mundo no está completo. Cicciolina y Tango Beef me esperan. La faena se cerrará entre albahacas andinas, carne rioplatense y guisos mediterráneos.

Tamy, la bella australiana dueña de Cicciolina, dice, sin pelos en la lengua, que puso el local como una terapia. Y es que antes de que la Cicciolina abriera no había nadie que ofreciera lo que ahora –a mi lado- una pareja española suelta sin reparos: “es como en casa, como en Madrid”.

Y sí, este aparte ofrece la cava más completa de la ciudad y una variedad de tapas y comida mediterránea que son un respiro entre tanto plato con aroma a eucalipto. Pero si de antítesis a lo novo andino se trata, nada mejor que Tango Beef. Una joya que hallé en un sótano de la calle Suecia.


Abajo la música es de Gardel –el maestro de ese sentimiento triste que se baila-. Las mesas son moles de madera, la luz es tímida y el horno es un demonio a un lado de la barra (llena de Novecentos y López) que sólo Sengo Pérez puede domesticar.

Al uruguayo hincha de Peñarol y fotógrafo de Efe, no le gusta que le digan parrillero, pero sin duda lo es. Nunca un bife tan en su punto. Nunca unas carnes tan generosas. Tango Beef ha heredado la filosofía del Juanito de Barranco: tiene cinco platos, no tiene teléfono y no acepta tarjeta de crédito. Y obvio, es el rincón para la bohemia, para esperar que se derrita la luna y para despercudir el alma de actitudes burguesas. En la radio suena Sabina y yo pido otra botella de vino. Esta vez el cronista invita.
(Crónica a publicarse en la edición 50 de Rumbos)

sábado, junio 09, 2007

El tenor criollo

¿Cómo es posible que tú (tan delgado, tan niño bien) puedas "con una respiración profunda y un poco de apoyo" mantener en vilo a las plateas de Milán, Nueva York, Tokio o Lima, con esas arias que sólo acaban cuando decides que ya está bueno y no cuando tu diafragma parece estallar o tu rostro atomatado lo exigen?
La respuesta es la misma que se esgrime cuando algún latino conquista el éxito y le tapa la boca a esos ganapanes que siguen pensando en Sudamérica como un puñado de patrias bárbaras, como una tierra ignota que sólo puede exportar realismo mágico, quimbosos centrodelanteros y carteristas a granel.
¿Que cuál es la fórmula? Pues son varios kilogramos de perseverancia, de talento innato y, para no variar, una tonelada de indiferencia estatal, adversidad que sólo los genios logran convertir en estímulo.
Érase una vez...
Todo se inició cuando eras apenas un mocoso con pretensiones de estrella roquera. Te la creíste tanto que formaste junto a tus amigos de barrio una banda que ni siquiera tuvo tiempo de bautizarse. Eran los tiempos en que pensabas estudiar humanidades en la Católica; Sin embargo, el premio en el Festival de la Canción por la Paz te hizo volver sobre tus pisadas y seguir los consejos de tu primer maestro (¡vaya que has tenido varios!), Genaro Chumpitazi, quien -admítelo que nada te cuesta-..., ¡te descubrió!
Y sí, porque fue en las clases de canto de tu alma máter, el Santa Margarita, que dejaste de ser el chico de clase media que tarareaba a los Stone, e iniciaste el camino hacia el estrellato del bel canto. Allí se tejió tu destino. El cambio fue difícil. Tuviste que abandonar las burguesas callesitas de Miraflores y sumergirte en el sinuoso cercado. Tu nuevo destino: el Conservatorio.
En ese templo descascarado te presentaron formalmente la ópera y sus compositores más reputados. ¡Claro!, tú ya sabías de Wagner, Beethoven, Mozart y algunos más de esa cofradía de alucinados, pero fue allí que Andrés Santa María (tu segundo maestro) logró convencerte: ¡Lo tuyo es la lírica, muchacho! Y tú, aún humilde (un poco más de lo que eres ahora), asentiste con la cabeza. Acusaste recibo.
Cuando te diste cuenta que tocabas techo en la casona de Carabaya, emigraste al Instituto de Curtis en Filadelfia. Pero allá las cosas no salieron muy bien. Varias veces aseguraste que no aprendiste nada de sus maestros. Pensabas que estabas listo para dar el gran salto y conquistar el mundo con tu voz de otro cuerpo, hasta que en 1994, durante unas vacaciones en Lima, Ernesto Palacios te bajó al llano. Tenías una voz divina, pero cantabas todo igualito. Pero tú no tenías la culpa, los gringos te enseñaron que las tragedias y las farsas se coreaban igual nomás. Pensaban igual que Kraus, que había que "meter toda la voz para adelante" y punto.
La cosa fue tan grave que Palacios decidió rescatarte ante el inminente riesgo de que te convirtieras en una promesa más que nunca llegaría a buen puerto o, en tu caso, a un buen teatro, a codearse con el mismísimo Pavarotti.
Desde entonces cogiste el hábito -lo haces hasta ahora- de grabar en casetes tus conciertos. "Todo es susceptible de mejorarse, creo que canto lindo, en su punto, pero luego en casa descubro errores, altibajos que debo eliminar", le contaste hace tiempo a una revista de Milán.
Y vaya que Palacios tuvo razón en rescatarte. Ahora te has convertido en el tenor ligero más importante del circuito lírico, gracias a esa garganta rossiniana que te augura destronar al rollizo tenor itálico y, cómo olvidarlo, merced a uno de esos actos fortuitos en los que se mece la oportunidad.
El tenor de una ópera de Donizetti que se iba a presentar en el Covent Garden tuvo un contratiempo y Carlo Rizzi, el propio director, te mandó llamar. Te preguntaron si podías con el papel. Entonces te salió la criollada que te enseñaron en Lima tus padres jaraneros. Pediste el guión para ver si podías, pero no leíste nada. Te crujían las piernas, te mordiste los labios, ahogaste el temor y les dijiste que sí, que no era cosa del otro mundo. Esa noche, en Pesaro, empezó tu ascenso. Después de escucharte, la Scala de Milán pidió tu carta pase. Te convertiste en el centrodelantero más quimboso de su historia.
No eres un divo, no podrías serlo jamás. Esas encerronas que armaban tus viejos en tu antigua casa miraflorina te curtieron el alma, te vacunaron contra las actitudes burguesas y las brutalidades de la fama. Ahora preparas un disco homenaje a la música latina, donde casi el 80 por ciento será peruana, y aunque a veces posas como un divo y tienes una niña con aires de pasarela, entiendo que lo haces sin querer, son gajes y recompensas del oficio. Nada personal.

Crónica publicada en El Peruano y reproducida en: