Miro la carta y busco algo familiar para pedir y no hacer roche, pero es imposible. Sólo aparecen párrafos ininteligibles para este cronista acostumbrado al cariño y pragmatismo de los agachados y huariques limeños. Letritas en italiano y francés, sazonadas con un aquelarre de consonantes y vocales sobre especies andinas, logran lo que no pudo la altura del Cusco (con s): marearme.
Ahora estoy sonriendo y asintiendo con cara bobalicona sobre algo que mis acompañantes de mesa murmuran, pero que yo desconozco… mayormente. ¡Diantres! ando en la página tres de la cartita del Incanto y no encuentro ningún plato que mi paladar recuerde. Y eso resulta incomodísimo, sobre todo porque a mi derecha, (el dueño del restaurante) y a mi siniestra (la dueña de esta revista) ya pidieron gnocchi alla panna di rocoto con gamberetti (traducción: ñoquis a la crema de rocoto con camarones) y un lomo de alpaca (sin mayor traducción, of course, pero a mi la alpaca no me va).
El mozo me mira. ¿Qué pedir? si no entiendo muy bien el rollo de lo novo andino y la comida fusión. ¡A mi que me traigan un ají de gallina!, pienso, pero callo y espeto -con la suficiencia de quienes no se sorprenden con la carta-: “lo mismo que a Rafael (Casabone)”. Ahora el que asienta la morra es el mozo. He pasado piola.
Ahora estoy sonriendo y asintiendo con cara bobalicona sobre algo que mis acompañantes de mesa murmuran, pero que yo desconozco… mayormente. ¡Diantres! ando en la página tres de la cartita del Incanto y no encuentro ningún plato que mi paladar recuerde. Y eso resulta incomodísimo, sobre todo porque a mi derecha, (el dueño del restaurante) y a mi siniestra (la dueña de esta revista) ya pidieron gnocchi alla panna di rocoto con gamberetti (traducción: ñoquis a la crema de rocoto con camarones) y un lomo de alpaca (sin mayor traducción, of course, pero a mi la alpaca no me va).
El mozo me mira. ¿Qué pedir? si no entiendo muy bien el rollo de lo novo andino y la comida fusión. ¡A mi que me traigan un ají de gallina!, pienso, pero callo y espeto -con la suficiencia de quienes no se sorprenden con la carta-: “lo mismo que a Rafael (Casabone)”. Ahora el que asienta la morra es el mozo. He pasado piola.
Incanto es deliciosamente precoz. Hace un mes cumplió su primer año, pero en ese corto tiempo ya ha tenido en sus mesas (merced a su chef, Juan Barreto) a los turistas más exigentes, a quienes más que buscar comida que no indigeste olfatean por las cartas de primer nivel, a esa sarta de comensales que se dejan llevar por el Lonely Planet (la Biblia del viajero informado) antes de chasquear los dedos y llamar al maître.
Y es que así funcionan las cosas aquí. En esta ciudad con dos Pachacutec (uno más telúrico que el otro) y de tránsito desbocado (pandemonio provocado por la alcaldesa de turno), no son los suplementos locales sobre cocina los que marcan la pauta a la hora que el hambre apremia.
“Acá no eres nadie hasta que no apareces en algún traveling book que se respete. Somos un destino turístico caro. Al Cusco viene gente culta, acostumbrada a una oferta culinaria top y, felizmente, ahora podemos ofrecer un auténtico circuito gourmet”, cuenta Rafael, el limeñito que hace diez años se cansó de jefes incompetentes y decidió fundar, a fuego lento, su propio imperio.
Es medio día. Hace tres horas que bajé del avión y recién he recalado en un restaurante de los que me recomendaron en Lima (tengo una lista larga). Sin embargo, decido ir a la plaza en busca de una fuente directa, lejana de clientelismos y libre de la moda impuesta por algunas gacetillas escritas con el dedo meñique. Libre de prejuicios bricheros, decido poner a prueba el inglés que me enseñaron en un instituto de la avenida Arequipa.
Tras media hora de conversa con turistas ingleses, suizos, estadounidenses y franceses, (y con datos obtenidos previamente del cuartelero de mi hotel) tengo dos cosas claras. La primera: mi lista de restaurantes ha sido mutilada. La segunda: debo matricularme en un instituto un poco más serio.
Y es que así funcionan las cosas aquí. En esta ciudad con dos Pachacutec (uno más telúrico que el otro) y de tránsito desbocado (pandemonio provocado por la alcaldesa de turno), no son los suplementos locales sobre cocina los que marcan la pauta a la hora que el hambre apremia.
“Acá no eres nadie hasta que no apareces en algún traveling book que se respete. Somos un destino turístico caro. Al Cusco viene gente culta, acostumbrada a una oferta culinaria top y, felizmente, ahora podemos ofrecer un auténtico circuito gourmet”, cuenta Rafael, el limeñito que hace diez años se cansó de jefes incompetentes y decidió fundar, a fuego lento, su propio imperio.
Es medio día. Hace tres horas que bajé del avión y recién he recalado en un restaurante de los que me recomendaron en Lima (tengo una lista larga). Sin embargo, decido ir a la plaza en busca de una fuente directa, lejana de clientelismos y libre de la moda impuesta por algunas gacetillas escritas con el dedo meñique. Libre de prejuicios bricheros, decido poner a prueba el inglés que me enseñaron en un instituto de la avenida Arequipa.
Tras media hora de conversa con turistas ingleses, suizos, estadounidenses y franceses, (y con datos obtenidos previamente del cuartelero de mi hotel) tengo dos cosas claras. La primera: mi lista de restaurantes ha sido mutilada. La segunda: debo matricularme en un instituto un poco más serio.
Casi todos coincidieron. Incanto, Inka Grill, Map Café, Greens, Macondo, Tango Beef y Cicciolina son la voz en el centro. En tanto que Sol y Luna, Casa Andina, Crèpes y Extras, Huacatay y 3 Keros son los puntos en el valle. Esos son los búnkeres del boom culinario que sorprende a quienes llegan en vuelos comerciales, y a ese influyente pelotón que aterriza en avionetas y renta el Hiran Bingam para pasear como Dios manda… y su billetera aguanta.
Inka Grill queda al borde de la mismísima plaza de armas, más precisamente (como dicen los cusqueños) al lado de un restaurante que no obstante su sospechoso menú de ocho solecitos, tiene varias mesas vacías a esta hora. Es la una de la tarde cuando entro al feudo de Teodoro Ponte, el chef y responsable de que hace más de nueve años el Inka Grill ande repleto.
Doy una rápida leída a la carta y esta vez decido poner el dedo sobre la oferta novo andina para elegir, al azar, mi segundo plato del día. Levanto el índice: “”tiradito de trucha con refrescante sorbete de ají amarillo y puré de camote al kion”. La boca se me hace agua y mientras espero, paso revista a las caras de los gringos para auscultar cómo les sabe la sazón de Ponte. Y bueno, resumiré diciendo que los comensales ponen la misma cara de satisfacción que Gastón muestra cada vez que prueba platillos en la tele.
La trucha ha estado fresca y lo mejor de todo es que no hubo cuenta al final de la merienda. Me despido del rollizo cocinero, mientras éste trata de persuadirme de que me quede. Me dice que no puedo irme sin probar su rissoto de quinua o su ají de gallina. ¿Perdón? ¿Dijo ají de gallina? Ponte sonríe y yo estoy a punto de llorar.
El siguiente punto es Macondo. Adentro es imposible no darse cuenta que el dueño tiene una adicción demoníaca por el pop art. Se trata de una suerte de híbrido entre Santa Sede y el atelier de un pintor jubilado. He venido por la alpaca mignon de la que tanto presume este predio y a la que tanto me he resistido. Doña Norma se deshace al saludarme, pero recupera la compostura cuando una pareja danesa pide pisco sour. Ella es la madonna detrás de una barra que parece el altar dispuesto a la lujuria.
La comida sólo ha durado 20 minutos en el plato. Y no era que tuviera mucha hambre que digamos, pero la sazón de este búnker del realismo mágico es digna de vivirse para contarse. Me levanto y pido la cuenta, pero es imposible. Normita me mira con cara de pocos amigos. Es hora de ir a descansar. En la noche me esperan el Greens y el selecto MAP Café.
Hoy no hubo duchazo y sospecho que los 3 grados centígrados tienen algo que ver. Subo las escaleras que dan al Greens y ya arriba me da la impresión de estar en uno de esos cinco tenedores de Conquistadores. La decoración es minimalista y la carta orgánica por antonomasia.
Esta vez dejo que el mozo pida por mí, pero al rato ya estoy arrepintiéndome. Debí decirle que me trajera algo ligero nomás, para no enfrentarme a esta generosa costilla de cordero que se ve tan crocante, que se ve tan contundente, que sabe tan sabrosa, que ya no está. Las francesitas a las que salve de un estafador al paso tenían razón. Greens es otra cosa.
Y aunque los fettuccine de espinaca me tentaron a quedarme, decido hacer espacio y ahogar mi apetito en una cusqueña heladita. Mi siguiente cita es en el restaurante más exclusivo de la ciudad: el MAP Café. Se trata de una enorme urna de vidrio anclado en el patio de la casona donde funciona el Museo de Arte Precolombino.
¿Herejía cultural? Para nada. Se trata de una propuesta gastronómica enlazada con el entorno. Basta una rauda ojeada a la pequeña carta para darse cuenta que de lo bueno poco. De tanto recalar en restaurantes gourmet ya he cogido algo de cancha y me doy el lujo de hacer esperar al mozo mientras decido si pico el pollito relleno con pesto andino (con una guarnición de puré de choclo en salsa de aceitunas de botija) o el pollito crocante con quinua. ¿Debo contar que pedí los dos?
El encanto del valle
No sólo la naturaleza del valle del Urubamba es una delicia para los visitantes. Bastó un poco de olfato para que un grupo de visionarios ofreciera ahí nomás, sin necesidad del viaje de una hora al Cusco, una cocina de altura. Prueba de ello son las cartas de los hoteles Sol y Luna (a cargo de Nacho y Gabriel Fedel) y Casa Andina (el caporal de su cocina es Pepe Pareja). Si en la primera estancia el huésped puede escapar de lo novo andino para probar una cocina fusión 80% original, en la segunda, sus medallones de res o carpaccios de alpaca son una auténtica tentación.
Pero no sólo los hoteles marcan el paso del circuito gourmet del valle. Huacatay (auténtico huarique que fundó el gentil Pío Vásquez), 3 Keros (donde el buen Ricardo Behar ofrece unas costillas de cerdo imperdibles) y Crepes y extras (de ese personaje digno de un cuento ribeyreano que es Oscar Artacho) completan el abanico del circuito gastronómico al pie de esas montañas que parecen manos de gigantes esperando por los cubiertos.
La última noche
Regreso del valle y me recibe el Cusco nocturno. La urbe más cosmopolita de América, según los operadores turísticos; el territorio sacro, a decir de los rezagos de la panaca, o el paraíso de la juerga, si oímos a los escolares en viaje de promo y a los turistas mochileros. Todo depende de quién mire.
¿Herejía cultural? Para nada. Se trata de una propuesta gastronómica enlazada con el entorno. Basta una rauda ojeada a la pequeña carta para darse cuenta que de lo bueno poco. De tanto recalar en restaurantes gourmet ya he cogido algo de cancha y me doy el lujo de hacer esperar al mozo mientras decido si pico el pollito relleno con pesto andino (con una guarnición de puré de choclo en salsa de aceitunas de botija) o el pollito crocante con quinua. ¿Debo contar que pedí los dos?
El encanto del valle
No sólo la naturaleza del valle del Urubamba es una delicia para los visitantes. Bastó un poco de olfato para que un grupo de visionarios ofreciera ahí nomás, sin necesidad del viaje de una hora al Cusco, una cocina de altura. Prueba de ello son las cartas de los hoteles Sol y Luna (a cargo de Nacho y Gabriel Fedel) y Casa Andina (el caporal de su cocina es Pepe Pareja). Si en la primera estancia el huésped puede escapar de lo novo andino para probar una cocina fusión 80% original, en la segunda, sus medallones de res o carpaccios de alpaca son una auténtica tentación.
Pero no sólo los hoteles marcan el paso del circuito gourmet del valle. Huacatay (auténtico huarique que fundó el gentil Pío Vásquez), 3 Keros (donde el buen Ricardo Behar ofrece unas costillas de cerdo imperdibles) y Crepes y extras (de ese personaje digno de un cuento ribeyreano que es Oscar Artacho) completan el abanico del circuito gastronómico al pie de esas montañas que parecen manos de gigantes esperando por los cubiertos.
La última noche
Regreso del valle y me recibe el Cusco nocturno. La urbe más cosmopolita de América, según los operadores turísticos; el territorio sacro, a decir de los rezagos de la panaca, o el paraíso de la juerga, si oímos a los escolares en viaje de promo y a los turistas mochileros. Todo depende de quién mire.
Y yo miró, por ahora, la lista que escribí en la plaza de armas el primer día. El recorrido por el rally gastronómico más alto del mundo no está completo. Cicciolina y Tango Beef me esperan. La faena se cerrará entre albahacas andinas, carne rioplatense y guisos mediterráneos.
Tamy, la bella australiana dueña de Cicciolina, dice, sin pelos en la lengua, que puso el local como una terapia. Y es que antes de que la Cicciolina abriera no había nadie que ofreciera lo que ahora –a mi lado- una pareja española suelta sin reparos: “es como en casa, como en Madrid”.
Y sí, este aparte ofrece la cava más completa de la ciudad y una variedad de tapas y comida mediterránea que son un respiro entre tanto plato con aroma a eucalipto. Pero si de antítesis a lo novo andino se trata, nada mejor que Tango Beef. Una joya que hallé en un sótano de la calle Suecia.
Abajo la música es de Gardel –el maestro de ese sentimiento triste que se baila-. Las mesas son moles de madera, la luz es tímida y el horno es un demonio a un lado de la barra (llena de Novecentos y López) que sólo Sengo Pérez puede domesticar.
Al uruguayo hincha de Peñarol y fotógrafo de Efe, no le gusta que le digan parrillero, pero sin duda lo es. Nunca un bife tan en su punto. Nunca unas carnes tan generosas. Tango Beef ha heredado la filosofía del Juanito de Barranco: tiene cinco platos, no tiene teléfono y no acepta tarjeta de crédito. Y obvio, es el rincón para la bohemia, para esperar que se derrita la luna y para despercudir el alma de actitudes burguesas. En la radio suena Sabina y yo pido otra botella de vino. Esta vez el cronista invita.
(Crónica a publicarse en la edición 50 de Rumbos)