sábado, junio 09, 2007

El tenor criollo

¿Cómo es posible que tú (tan delgado, tan niño bien) puedas "con una respiración profunda y un poco de apoyo" mantener en vilo a las plateas de Milán, Nueva York, Tokio o Lima, con esas arias que sólo acaban cuando decides que ya está bueno y no cuando tu diafragma parece estallar o tu rostro atomatado lo exigen?
La respuesta es la misma que se esgrime cuando algún latino conquista el éxito y le tapa la boca a esos ganapanes que siguen pensando en Sudamérica como un puñado de patrias bárbaras, como una tierra ignota que sólo puede exportar realismo mágico, quimbosos centrodelanteros y carteristas a granel.
¿Que cuál es la fórmula? Pues son varios kilogramos de perseverancia, de talento innato y, para no variar, una tonelada de indiferencia estatal, adversidad que sólo los genios logran convertir en estímulo.
Érase una vez...
Todo se inició cuando eras apenas un mocoso con pretensiones de estrella roquera. Te la creíste tanto que formaste junto a tus amigos de barrio una banda que ni siquiera tuvo tiempo de bautizarse. Eran los tiempos en que pensabas estudiar humanidades en la Católica; Sin embargo, el premio en el Festival de la Canción por la Paz te hizo volver sobre tus pisadas y seguir los consejos de tu primer maestro (¡vaya que has tenido varios!), Genaro Chumpitazi, quien -admítelo que nada te cuesta-..., ¡te descubrió!
Y sí, porque fue en las clases de canto de tu alma máter, el Santa Margarita, que dejaste de ser el chico de clase media que tarareaba a los Stone, e iniciaste el camino hacia el estrellato del bel canto. Allí se tejió tu destino. El cambio fue difícil. Tuviste que abandonar las burguesas callesitas de Miraflores y sumergirte en el sinuoso cercado. Tu nuevo destino: el Conservatorio.
En ese templo descascarado te presentaron formalmente la ópera y sus compositores más reputados. ¡Claro!, tú ya sabías de Wagner, Beethoven, Mozart y algunos más de esa cofradía de alucinados, pero fue allí que Andrés Santa María (tu segundo maestro) logró convencerte: ¡Lo tuyo es la lírica, muchacho! Y tú, aún humilde (un poco más de lo que eres ahora), asentiste con la cabeza. Acusaste recibo.
Cuando te diste cuenta que tocabas techo en la casona de Carabaya, emigraste al Instituto de Curtis en Filadelfia. Pero allá las cosas no salieron muy bien. Varias veces aseguraste que no aprendiste nada de sus maestros. Pensabas que estabas listo para dar el gran salto y conquistar el mundo con tu voz de otro cuerpo, hasta que en 1994, durante unas vacaciones en Lima, Ernesto Palacios te bajó al llano. Tenías una voz divina, pero cantabas todo igualito. Pero tú no tenías la culpa, los gringos te enseñaron que las tragedias y las farsas se coreaban igual nomás. Pensaban igual que Kraus, que había que "meter toda la voz para adelante" y punto.
La cosa fue tan grave que Palacios decidió rescatarte ante el inminente riesgo de que te convirtieras en una promesa más que nunca llegaría a buen puerto o, en tu caso, a un buen teatro, a codearse con el mismísimo Pavarotti.
Desde entonces cogiste el hábito -lo haces hasta ahora- de grabar en casetes tus conciertos. "Todo es susceptible de mejorarse, creo que canto lindo, en su punto, pero luego en casa descubro errores, altibajos que debo eliminar", le contaste hace tiempo a una revista de Milán.
Y vaya que Palacios tuvo razón en rescatarte. Ahora te has convertido en el tenor ligero más importante del circuito lírico, gracias a esa garganta rossiniana que te augura destronar al rollizo tenor itálico y, cómo olvidarlo, merced a uno de esos actos fortuitos en los que se mece la oportunidad.
El tenor de una ópera de Donizetti que se iba a presentar en el Covent Garden tuvo un contratiempo y Carlo Rizzi, el propio director, te mandó llamar. Te preguntaron si podías con el papel. Entonces te salió la criollada que te enseñaron en Lima tus padres jaraneros. Pediste el guión para ver si podías, pero no leíste nada. Te crujían las piernas, te mordiste los labios, ahogaste el temor y les dijiste que sí, que no era cosa del otro mundo. Esa noche, en Pesaro, empezó tu ascenso. Después de escucharte, la Scala de Milán pidió tu carta pase. Te convertiste en el centrodelantero más quimboso de su historia.
No eres un divo, no podrías serlo jamás. Esas encerronas que armaban tus viejos en tu antigua casa miraflorina te curtieron el alma, te vacunaron contra las actitudes burguesas y las brutalidades de la fama. Ahora preparas un disco homenaje a la música latina, donde casi el 80 por ciento será peruana, y aunque a veces posas como un divo y tienes una niña con aires de pasarela, entiendo que lo haces sin querer, son gajes y recompensas del oficio. Nada personal.

Crónica publicada en El Peruano y reproducida en:

1 comentario:

  1. Estupenda mirada a un caso curioso, como los que solo a veces nos toca vivir por estos lares. Lindo texto, llegada al alma, y me presenta a Juan Diego Florez quiza como realmente es. Me pregunto, sin embargo, si es que de eso se trata "triunfar". Quizá sí, si pensamos que aprendernos los libretos europeos, occidentales en general, es nuestro destino; finalmente siempre hemos vivido de eso, desde que todo cambió por aqui, hace 500 años: "hay que ser como ellos y es su cultura la que nos hace civilizados". Hace bien Juan Diego Florez en cantar repertorio popular peruano, pero falta más. Yo he escuchado sopranos maravillosas en los altos de un cerro marginado por los europeos limeños y en huidas a la serranía y hasta en aparentemente monótonos vaivenes de recitales selváticos, allí donde pocos llegan, donde vive el olvido. Como firme oyente de lieders schumannianos y mahlerianos, digo que disfruté igual todo aquello sentado en una piedra, que cuando estuve en la Opera de París, bien sentadito sobre cuero lustroso, aunque ya sin gomina.

    ResponderBorrar