jueves, diciembre 06, 2007

Ángeles de fuego


Lo tenía decidido. Apenas pusiera los pies en el Cusco vomitaría su amor. Le diría, sin rubores ni metáforas, que ella era la chiquita de su vida. Que la amaba en secreto desde tercero de media, pero que tuvo que morderse la lengua estos dos años para ahorrar para el viaje, para poder estar como están ahora.
Y ahora están con su ropa de domingo en un sábado que está a punto de estirar la pata. Sentados en una banquita parchada de la Plaza de Armas, mirando la Catedral cusqueña, oteando las parejas de chicas pálidas y bricheros cobrizos. Esperando que se consuma el pucho para meterse a bailar al Mamá África. Para cantarle, en medio de un aquelarre de razas y lenguas, que su amor era como un embrujo.
Bryan Gálvez había dispuesto todo para que aquello sucediera en el momento indicado. Por eso, cuando dejaron de cantar el himno del colegio y entonaron los pegajosos hits del Grupo 5 y Kaliente, él la miró fijamente a los ojos, como para dejarle una señal de lo inminente. Ella asintió el halago jugando con sus cabellos.
El bullicio siguió hasta pasadas las 8 de la noche y recién a eso de las 9 el carro quedó en completo silencio. El chofer había dejado seis horas atrás las lágrimas de mamás preocupadas y esperaba llegar al Cusco a eso de la una de la tarde del día siguiente, por eso mandó el mesaje por el auricular: “Buenas muchachos, estimo que llegaremos al Cusco mañana para la hora del almuerzo”, dijo un afable José Ayulo.
Fue entonces cuando Rocío Baltazar (la miss 8 puntos) quebró los murmullos de sus alumnos -y de paso el sueño de dos médicos ingleses de la última fila- para darles un último consejo: “A ver muchachos, coman bien que de aquí no la verán sino hasta el Cusco. Si a alguien le choca la altura en el camino no dude en llamar a cualquiera de los profesores. ¿Trajeron su coramina no? … bueno, ya saben”, advirtió.
Eso fue lo último que recuerdan los sobrevivientes. Después, el serpentín de asfalto, las curvas interminables, la espesura de ese paisaje desconocido y una soporífera película de la saga “El Señor de los Anillos” lograron adormecerlos por completo.
Pero no todos dormían. “Apenas llegue me tomaré la foto en la plaza y se la mandaré al celular de mamá”, le dice Pablo Hernández a su compañero de asiento. “Deja dormir, descansa, duerme caracho que te va a faltar energía cuando lleguemos”. Pablo le sonríe de lado a Mario y prende su USB para ponerle música a sus esperanzas, a sus sueños.
Campeón de matemática pura y un mátalas callando de primera. Pablo no se creía el cuento de ser el cerebro de la promoción. No pisaba huevos por haber sido el primero en ingresar a San Marcos. Sólo pensaba en su mamá. “Gracias por este viaje mamita, sé que tú y papá sacrificaron mucho para pagarlo”, le había dicho a doña Carmela antes de persignarse y subir al Cial, a ese enorme bus pintado con los colores de la selección.“Eres mi orgullo, chiquito. Diviértete, te lo mereces. Este será un viaje inolvidable mi amor”.
¿Inolvidable? Y sí, puede ser, se inquiría Pablo mientras revisaba su itinerario. Primero lo primero: la foto para avisar que había llegado sin novedades. Después el matecito para domesticar la altura. Luego, luego pasaría a comprarle la chompa serrana a mamá. Tenía miedo de gastarse la plata y no cumplir con su palabra. “Te traeré un recuerdo lindo gordita”, le había dicho.
“Los chicos se lo merecían. Fueron dos largos años sin gastarse las propinas en fiestas ni en salidas al cine. Dos años con navidades espartanas y cumpleaños con tortas caseras y los deseos de rigor. No puedo creer que Dios sea tan malo, ¿a quién le hicieron daño?”, contaría, en sólo unas horas, una atribulada Rosa de la Cruz, la directora del colegio.
...
Kilómetro 300 de la vía Abancay-Chalhuanca y el frío ya hace estragos. Acaban de penetrar los Andes y ese ariecito serrano que se cuela por las ventanas mal cerradas del segundo piso, le pone la piel de gallina a quienes no han podido pegar los ojos.
El bus va repleto, pero no todos sus ocupantes pertenecen al Colegio Santo Domingo de Carabayllo. La agencia de viajes prometió un viaje exclusivo; sin embargo, de los 52 pasajeros que a esta hora guardan silencio, sólo 39 van de viaje con la promo Ninan Sullka (joven de fuego). El resto es gente humilde como ellos y dos lunares pálidos: los médicos ingleses Laura Brithish Citizen y Michael Joseph Casey. Hasta ahí todo normal. El bus, se presume, va a 100km por hora.
La noche en la sierra nunca es morena. El cielo tachonado de estrellas, la luna como un queso gigante y las siluetas de Apus verdes y musculosos pintan el viaje aunque no haya Inti allá arriba. Por eso, algunos chiquillos siguen con los ojitos pegados en la ventana, restando minutos, imaginándose como será tocar la piedra de los doce ángulos, cómo será caminar por Machu Picchu, cómo será dormir en una cama de hotel, cómo será estar en un hotel.
Uno de ellos es Paulo César Cueto Astete. “César Cueto”, como lo baten sus compañeros, es un futbolista que promete. De hecho sus cualidades ya han sido reconocidas y forma parte de las inferiores del Cienciano.Pero eso era para pasar el tiempo y atraer las miradas de las chicas del Pre 1 (quinto A).
La verdadera pasión de Paulo era la cocina. Soñaba con ser chef y por ello no se perdía un solo programa de Gastón Acurio. “Ese gordito es un maestro”, decía en su casa de Comas, mientras tomaba apuntes de condimentos, clasificaba las especias y preparaba fusiones.
Ayer no más fue él quien preparó el almuerzo de despedida. “Era un ángel. Con sólo 16 años jugaba bien al fútbol pero, en el fondo, quería ser chef. Por eso se metió de lleno a estudiar inglés. Ya casi lo dominaba”, precisa, secándose su rostro húmedo y atocinado, su tío David Astete, segundos antes que el llanto le vuelva a ganar la partida.
“Hi, my name is Paulo. No, no, eso suena a brichero”. Paulo prepara la frase perfecta para el abordaje. Tiene que ganar una puesta hecha en el barrio. La mancha le ha dicho que de nada le servirá hablar como gringo porque se ve como paisano. Que no le creerán que una gringa le paró bola si es que no trae una foto en su celular. Pero no una foto cualquiera. No. Tiene que ser, mínimo, una en la que le den un piquito en la boca.
“Ya verán”. ¿Una foto no? ¡Diez les traeré y se morirán de envidia cuando las ponga en mi Hi 5… ya verán cuando…. ¡Cá –lla –té!, lo interrumpe Marlon Domínguez. ¿Puedes dejar de pensar en las mujeres y dejarme dormir Paulo? Paulito se sonroja, y le dice que sí, que por el momento pude dejar de pensar en ellas (en las gringas y los piquitos) porque ya va a su encuentro.
En la fila del costado (la primera hilera del segundo nivel con sólo un inmenso vidrio que los separa de la carretera) descansa Danina Solaidy. 16 años, integrante de la selección de vóley del colegio, el rostro más bonito de la promoción ( y por ende la chica más asediada), alumna aplicadísima y próxima a ingresar a la UNI.
“Quería ser ingeniera como su papá. Era una loquita, amante del deporte y de los números. Era mi gran amiga". Así la recuerda su confidente eterna, Cinthia Guerra Vega, quien no pudo ir porque le faltaron más de cien soles para llegar a la cuota del tour.
Campeona de matemática como Pablo y dispuesta a escuchar y dar consejos a todos, Danina dormía, dormía profundamente antes de que el bus llegara a la curva maldita. Kilómetro 391. El puente Santa Rosa está a la vista, son las 4.30 de la mañana y la muerte espera agazapada, camuflada por el ruido del río Pachachaca.
Es entonces cuando se desata el infierno. Como en la destartalada montaña rusa del Play Land Park, los que están despiertos sienten un intempestivo vacío en el estómago. El carro se ha despistado y va cayendo, rebotando. Ahora los sacude como si fueran palomitas de maíz en una olla de lata. Gritos desesperados. Horror a granel. Pedidos de auxilio que nadie atenderá y llamadas destempladas a mamás que a estas horas duermen sin sospechar lo que sus angelitos están sufriendo.
De pronto el chasquido seco. Los vidrios rotos, los asientos fuera de lugar. El carro es un acordeón gigante salpicado de sangre inocente. Lo que fue la cabina del chofer es ahora un pudín de fierros incrustado en la ribera del río. Se pisan entre ellos, salen despavoridos pensando que el carro va a explotar. Una vez fuera pueden ver la cara de la tragedia.
El bus es una mazamorra de metal, plástico y carne. Adentro, adentro han quedado, se ven claramente, los cuerpos inertes de algunos compañeros de clase.Llantos y maldiciones. ¿Qué pasó? ¿Por qué a nosotros? Nadie responde. Entonces los profesores deciden entrar al bus por sus muchachos caídos, pero ya es tarde. Pablo, Paulo, Danina, Bryan y Marlon no responden, no se mueven, no respiran.
Se quedaron atrapados en sus sueños.Tienen, aún, las sonrisas tatuadas en sus caritas como de guaguas serranas. Siguen pensando cómo declarar su amor, cómo conquistar a las chicas y ganar la apuesta del barrio. En el color más bonito para la tez de mamá. En que pronto acabarán las clases y no volverán a ser más esa patota de amigos del cole. La pesadilla nunca más los atormentará.
Pdta: Adriana Chuqui Yépez, una pequeña de seis años y el chofer José Ayulo también partieron a la eternidad esa madrugada del lunes 3 de diciembre. Cial, ocupa el puesto 16 de las 62 empresas que causaron accidentes de tránsito. De junio de 2006 a junio de 2007 reportó 10 siniestros. Siete muertos y 94 heridos. En el mismo lugar del accidente, el 30 de setiembre perecieron siete turistas colombianos.

lunes, diciembre 03, 2007

La muerte no te ha matado


Lo había advertido muchas veces. Quizá demasiadas en tan poco tiempo. Por eso, cuando lo susurró esa mañana antes de perderse tras el umbral del baño, ella no le creyó. Sonaba como un libreto más, como un monólogo devaluado y tantas veces escuchado luego que ella contestara lo mismo a la misma pregunta de siempre.

Que ya no lo amaba, que no podían volver a ser la familia de antes (o intentarlo al menos) que ya no sentía que su cuerpo se estremeciera cuando la tocaba, que sus besos ya no le sabían a nada más que nicotina y café. Que ella buscaba un hombre fuerte que no se quebrara y la amara un poco menos. “Tu amor me asfixia Juanjo. Ya no podemos seguir así”. Y así fue.

Pero se equivocaba. Juan José Fernández de Paredes (35 años, productor televisivo, lector empedernido de Borges, devorador de sudokus, ciclista sin metas y poeta de medio tiempo) era más fuerte de lo que ella pensaba. Porque matarse es cosa de hombres, no de cobardes ni burócratas.

Y ella, una vez más esa mañana, vio debilidad en sus lágrimas de boy scout. Olfateó miedo en esos pequeños espasmos, en esos arranques de niño, de un nene grande y hermoso que no quería perderla. Por eso fue que Juan José tocó el tema esa mañana. Mantenía la esperanza de que un “sí, te amo” o un consolador “Ok, nos daremos un tiempo más” mataría la idea suicida que esa semana estuvo martillándole la cabeza.

“Carajo, ¿por qué no puedes amarme más? O al menos como antes. Sí, sí, aunque sea como cuando me decías chiquito… ¿recuerdas? Necesito esa dosis para no joderme la vida…”, suelta con tierna furia, con un halo de impotencia. Pero ella, ella permanece imperturbable. Sigue leyendo el diario, sorbiendo esa humeante taza de café, contando los minutos que faltan para que esto acabe y, entonces, Juanjo emprenda su rutina, la misma jodida rutina de todos los días.

Despertar, ducharse, desayunar algo ligero, leer periódicos, comerse la máxima información posible en Internet, pautear el programa con Beto, invitar a gente para que Ortiz los desmenuce, invitar a otros por si alguien no se deja desmenuzar a último minuto. Tomar café, pensar si lo ama, llamar a los jodidos amigos que le han prometido meter auspicios al programa y hasta ahora nada. Aero Cóndor y Crisol, por ejemplo, fueron jales del propio Ortiz.

Llegar al canal, pensar si lo ama, subirse al timonel de Cállate Beto, dirigirlo con la prolijidad de un cirujano. Porque él sabe que aunque la antena de RBC es una estaca de hielo, los colegas lo ven, los anunciantes lo espulgan y ella, quizá ella se sienta orgullosa de que hoy tampoco hubo un error. Que todo salió impecable, como debe ser, como fue en cada una de las emisiones hasta ese fatídico 26 de noviembre.


La casa de Juanjo queda en el 267 de Octavio Bernal, una típica callecita de Jesús María con los típicos vecinos de Jesús María: una mezcla de gente rancia con apellidos heráldicos, matrimonios jóvenes alquilando piezas porque aún no alcanza para las ratoneras de Mi Vivienda, profesionales con dos empleos y un estrés del carajo, y viejitas calentándose los huesos en los parques.

Esa mañana, cuando Juanjo llegó a su casa (aproximadamente las 8.30 am) no se topó con nadie. Ninguno de sus vecinos recuerda haberlo visto ese día. Entró de frente a la cocina, jaló una silla, se sentó y la miró en silencio por unos segundos antes de decirle que la quería.

Que todo sería diferente. Que si quería que él sea más fuerte, pues entonces sería un Superman. Que si quería que no hablara tanto, pues entraría en cura de silencio para domesticar su saliva y sus pequeños demonios. Que si quería que no hiciera problemas por sonseras, pues él estaba dispuesto -ahí mismo- a prometer que no prometería nunca más.

Que ya estaba bueno de tanta vaina, que no quería aburrirla, que soñaba con esos días que caminaban juntos y con cara de tórtolos. Que pronto entrarían más auspiciadores al programa y, entonces, entonces se irían un par de días al destino que ella elija. ¡Puta madre!... que era la mujer de su vida y que le partía el alma saber como le hacia daño sin proponérselo, que por favor entienda que la vida no tenía sentido sin ella.

Que no podía sobrevivir a la rutina de verla y no poder besarla, de no inspirarle una caricia, de esperar por sus manitas haciéndole piojitos antes de quedarse dormidos. Que ya no aguantaba más chapotear en ese océano de indiferencia.

No hubo sonido, pero si una respuesta tácita. La misma mueca de fastidio de siempre. Las peladas de ojo, las expiraciones afectadas, las cejas en ristre y los ojos sin memoria. Porque cuando ella lo miraba así, él entendía que ninguna mujer que ama puede mirar con semejante furia. Fue entonces que lo decidió.

El tampoco le respondió. Se incorporó y fue directo al baño. Cerró la puerta y abrió el caño para que no escuchara su llanto y luego sus gemidos involuntarios. Sacó los pasadores de sus zapatillas y los pasó por el fierro de la ducha.

Respiró, se miró al espejo y no vio lo que todos veían: al más noble, tierno y apasionado de los amigos. A ese hombre grandote y recio que no tenía roche en llorar de emoción, como cuando le regaló una silla de ruedas a una niña de Pisco y la mocosa le dijo que lo quería mucho y que nunca olvidaría su cara de Gasparín.

Juanjo sólo vio lo que la muerte quería enrostrar. Se vio y se sintió fracasado. Solo, absolutamente solo en un mundo que había perdido sentido. Entonces recordó el poema de Luchito Hernández: “Perdóname el no haber muerto de amor por ti. Es imperdonable. Perdóname que mi amor no te ayude, perdóname que mi amor no te importe”. Lo recitó en silencio y lo repitió tres veces, esperando que, quizá, eso diera tiempo para que ella entre a preguntarle porqué se demoraba tanto. Le diría “Juanjo, mi amor, sal y conversemos”.

El agua sigue corriendo y ya no se escucha a Hernández. El grito de un reciclador de fierros y botellas la despierta de una pesadilla bárbara que la ha tenido dopada por más de una hora. Va al baño, pero la puerta está cerrada. Sólo entonces recuerda que hace más de dos horas el hombre que quiso ser Superman entró ahí hecho una mazamorra de carne. Toca la puerta. No hay respuesta. La patea, dispara puñetes contra la madera y sus nudillos se pelan, se tiñen de sangre. Nadie responde. Sólo el murmullo del agua desperdiciándose.