Lo había advertido muchas veces. Quizá demasiadas en tan poco tiempo. Por eso, cuando lo susurró esa mañana antes de perderse tras el umbral del baño, ella no le creyó. Sonaba como un libreto más, como un monólogo devaluado y tantas veces escuchado luego que ella contestara lo mismo a la misma pregunta de siempre.
Que ya no lo amaba, que no podían volver a ser la familia de antes (o intentarlo al menos) que ya no sentía que su cuerpo se estremeciera cuando la tocaba, que sus besos ya no le sabían a nada más que nicotina y café. Que ella buscaba un hombre fuerte que no se quebrara y la amara un poco menos. “Tu amor me asfixia Juanjo. Ya no podemos seguir así”. Y así fue.
Pero se equivocaba. Juan José Fernández de Paredes (35 años, productor televisivo, lector empedernido de Borges, devorador de sudokus, ciclista sin metas y poeta de medio tiempo) era más fuerte de lo que ella pensaba. Porque matarse es cosa de hombres, no de cobardes ni burócratas.
Y ella, una vez más esa mañana, vio debilidad en sus lágrimas de boy scout. Olfateó miedo en esos pequeños espasmos, en esos arranques de niño, de un nene grande y hermoso que no quería perderla. Por eso fue que Juan José tocó el tema esa mañana. Mantenía la esperanza de que un “sí, te amo” o un consolador “Ok, nos daremos un tiempo más” mataría la idea suicida que esa semana estuvo martillándole la cabeza.
“Carajo, ¿por qué no puedes amarme más? O al menos como antes. Sí, sí, aunque sea como cuando me decías chiquito… ¿recuerdas? Necesito esa dosis para no joderme la vida…”, suelta con tierna furia, con un halo de impotencia. Pero ella, ella permanece imperturbable. Sigue leyendo el diario, sorbiendo esa humeante taza de café, contando los minutos que faltan para que esto acabe y, entonces, Juanjo emprenda su rutina, la misma jodida rutina de todos los días.
Despertar, ducharse, desayunar algo ligero, leer periódicos, comerse la máxima información posible en Internet, pautear el programa con Beto, invitar a gente para que Ortiz los desmenuce, invitar a otros por si alguien no se deja desmenuzar a último minuto. Tomar café, pensar si lo ama, llamar a los jodidos amigos que le han prometido meter auspicios al programa y hasta ahora nada. Aero Cóndor y Crisol, por ejemplo, fueron jales del propio Ortiz.
Llegar al canal, pensar si lo ama, subirse al timonel de Cállate Beto, dirigirlo con la prolijidad de un cirujano. Porque él sabe que aunque la antena de RBC es una estaca de hielo, los colegas lo ven, los anunciantes lo espulgan y ella, quizá ella se sienta orgullosa de que hoy tampoco hubo un error. Que todo salió impecable, como debe ser, como fue en cada una de las emisiones hasta ese fatídico 26 de noviembre.
Que ya no lo amaba, que no podían volver a ser la familia de antes (o intentarlo al menos) que ya no sentía que su cuerpo se estremeciera cuando la tocaba, que sus besos ya no le sabían a nada más que nicotina y café. Que ella buscaba un hombre fuerte que no se quebrara y la amara un poco menos. “Tu amor me asfixia Juanjo. Ya no podemos seguir así”. Y así fue.
Pero se equivocaba. Juan José Fernández de Paredes (35 años, productor televisivo, lector empedernido de Borges, devorador de sudokus, ciclista sin metas y poeta de medio tiempo) era más fuerte de lo que ella pensaba. Porque matarse es cosa de hombres, no de cobardes ni burócratas.
Y ella, una vez más esa mañana, vio debilidad en sus lágrimas de boy scout. Olfateó miedo en esos pequeños espasmos, en esos arranques de niño, de un nene grande y hermoso que no quería perderla. Por eso fue que Juan José tocó el tema esa mañana. Mantenía la esperanza de que un “sí, te amo” o un consolador “Ok, nos daremos un tiempo más” mataría la idea suicida que esa semana estuvo martillándole la cabeza.
“Carajo, ¿por qué no puedes amarme más? O al menos como antes. Sí, sí, aunque sea como cuando me decías chiquito… ¿recuerdas? Necesito esa dosis para no joderme la vida…”, suelta con tierna furia, con un halo de impotencia. Pero ella, ella permanece imperturbable. Sigue leyendo el diario, sorbiendo esa humeante taza de café, contando los minutos que faltan para que esto acabe y, entonces, Juanjo emprenda su rutina, la misma jodida rutina de todos los días.
Despertar, ducharse, desayunar algo ligero, leer periódicos, comerse la máxima información posible en Internet, pautear el programa con Beto, invitar a gente para que Ortiz los desmenuce, invitar a otros por si alguien no se deja desmenuzar a último minuto. Tomar café, pensar si lo ama, llamar a los jodidos amigos que le han prometido meter auspicios al programa y hasta ahora nada. Aero Cóndor y Crisol, por ejemplo, fueron jales del propio Ortiz.
Llegar al canal, pensar si lo ama, subirse al timonel de Cállate Beto, dirigirlo con la prolijidad de un cirujano. Porque él sabe que aunque la antena de RBC es una estaca de hielo, los colegas lo ven, los anunciantes lo espulgan y ella, quizá ella se sienta orgullosa de que hoy tampoco hubo un error. Que todo salió impecable, como debe ser, como fue en cada una de las emisiones hasta ese fatídico 26 de noviembre.
La casa de Juanjo queda en el 267 de Octavio Bernal, una típica callecita de Jesús María con los típicos vecinos de Jesús María: una mezcla de gente rancia con apellidos heráldicos, matrimonios jóvenes alquilando piezas porque aún no alcanza para las ratoneras de Mi Vivienda, profesionales con dos empleos y un estrés del carajo, y viejitas calentándose los huesos en los parques.
Esa mañana, cuando Juanjo llegó a su casa (aproximadamente las 8.30 am) no se topó con nadie. Ninguno de sus vecinos recuerda haberlo visto ese día. Entró de frente a la cocina, jaló una silla, se sentó y la miró en silencio por unos segundos antes de decirle que la quería.
Que todo sería diferente. Que si quería que él sea más fuerte, pues entonces sería un Superman. Que si quería que no hablara tanto, pues entraría en cura de silencio para domesticar su saliva y sus pequeños demonios. Que si quería que no hiciera problemas por sonseras, pues él estaba dispuesto -ahí mismo- a prometer que no prometería nunca más.
Que ya estaba bueno de tanta vaina, que no quería aburrirla, que soñaba con esos días que caminaban juntos y con cara de tórtolos. Que pronto entrarían más auspiciadores al programa y, entonces, entonces se irían un par de días al destino que ella elija. ¡Puta madre!... que era la mujer de su vida y que le partía el alma saber como le hacia daño sin proponérselo, que por favor entienda que la vida no tenía sentido sin ella.
Que no podía sobrevivir a la rutina de verla y no poder besarla, de no inspirarle una caricia, de esperar por sus manitas haciéndole piojitos antes de quedarse dormidos. Que ya no aguantaba más chapotear en ese océano de indiferencia.
No hubo sonido, pero si una respuesta tácita. La misma mueca de fastidio de siempre. Las peladas de ojo, las expiraciones afectadas, las cejas en ristre y los ojos sin memoria. Porque cuando ella lo miraba así, él entendía que ninguna mujer que ama puede mirar con semejante furia. Fue entonces que lo decidió.
El tampoco le respondió. Se incorporó y fue directo al baño. Cerró la puerta y abrió el caño para que no escuchara su llanto y luego sus gemidos involuntarios. Sacó los pasadores de sus zapatillas y los pasó por el fierro de la ducha.
Respiró, se miró al espejo y no vio lo que todos veían: al más noble, tierno y apasionado de los amigos. A ese hombre grandote y recio que no tenía roche en llorar de emoción, como cuando le regaló una silla de ruedas a una niña de Pisco y la mocosa le dijo que lo quería mucho y que nunca olvidaría su cara de Gasparín.
Juanjo sólo vio lo que la muerte quería enrostrar. Se vio y se sintió fracasado. Solo, absolutamente solo en un mundo que había perdido sentido. Entonces recordó el poema de Luchito Hernández: “Perdóname el no haber muerto de amor por ti. Es imperdonable. Perdóname que mi amor no te ayude, perdóname que mi amor no te importe”. Lo recitó en silencio y lo repitió tres veces, esperando que, quizá, eso diera tiempo para que ella entre a preguntarle porqué se demoraba tanto. Le diría “Juanjo, mi amor, sal y conversemos”.
El agua sigue corriendo y ya no se escucha a Hernández. El grito de un reciclador de fierros y botellas la despierta de una pesadilla bárbara que la ha tenido dopada por más de una hora. Va al baño, pero la puerta está cerrada. Sólo entonces recuerda que hace más de dos horas el hombre que quiso ser Superman entró ahí hecho una mazamorra de carne. Toca la puerta. No hay respuesta. La patea, dispara puñetes contra la madera y sus nudillos se pelan, se tiñen de sangre. Nadie responde. Sólo el murmullo del agua desperdiciándose.
A Juanjo lo mató el amor. ¿Qué cosa, no? El sentimiento capaz de dar vida ha matado en tu relato a un grande y sensible y amoroso amante, de una manera que, ¡vaya! dan ganas de hacerñlo con él.
ResponderBorrarAmar sin que te amen.
Hermoso tu relato, doloroso y me parece escuchar sus sollozos,los de Juanjo antes de su decisión
gracias Sonia. Mil disculpas por la respuesta tardía.
BorrarTriste historia... pero pq has sacado tu nota del perdon o se que... eso de sacar y poner segun el estado no me parece... y estoy esperando tu llamada para las chelas que me dijiste... no quiero ser insensible con la muerte del periodista pero como estamos igual de jodidos prefiero no ver... tu pata E
ResponderBorrarA ver... Insito en esta frase sacada de una conversacion con cebada: "Uno no se muere de amor, se muere (o se mata) x incertidumbre)
ResponderBorrarNada justifica el suicidio. Nada, y peor aun cuando hay una nena de 9a�os esperando a pap�. Porque entiendo que Juanjo ten�a una nena de esa edad.
ResponderBorrarSaludos.
Fiorella Castellares
A dónde habrá ido Juanjo?, la muerte habrá matado su dolor? Me aterra la idea que fue a un lugar peor y que debe estar sintiendo arrepentimiento.
ResponderBorrarDescollante narración.
ResponderBorrargracias Daniel
BorrarJuanjo, mi mejor amigo desde el ido hasta su muerte, nunca le vi el lado poético a su partida, sólo que tenia que morir como sus cantantes favoritos. la realidad fue mucho mas cruda y es mucho mas cruda.
ResponderBorrarJuanjo , mi mejor amigo des de el jardín de infancia hasta su partida; nunca le vi el lado poético a su muerte, sólo el que tenía que morir como sus cantantes favoritos (no había forma de que parta de otra manera), pero la realidad fue mucho mas cruda, es mucho mas cruda y retorcida. Aun te extraño hermano.
ResponderBorrarDolorosa es la partida... más aún vivir sin amor. saludos!
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