El grumete Alberto Medina tenía 17 años, pero blandía el temple de un marinero consumado. Un zambo jocoso que gustaba de los frijoles con orejas de chancho, a diferencia del gringo Samuel Mac Mahon, el primer ingeniero del Huáscar, quien prefería el brandy y el escocés a borbotones.
Ambos compartían los intestinos del monitor. Por eso, cuando el Huáscar vomitó sus proyectiles de 300 libras sobre el casco del Cochrane, fueron los primeros en pensar que otra vez el zafarrancho de combate duraría una nada.
El andar raudo del buque con nombre de príncipe inca y la sagacidad de su almirante, Miguel Grau, eran las cartas que siempre sirvieron de comodines para escapar a la baraja naval del invasor. Sin embargo, esa vez, ese infausto 8 de octubre de 1879, se equivocaron.
Los proyectiles apenas provocaron que las lámparas de parafina del camarote del capitán del Cochrane, Juan José Latorre, se movieran unas pulgadas de su sitio. Ese blindado ya no era, tampoco, el barco lento que los marineros del Huáscar conocían de cabo a rabo.
En Valparaíso, como parte de la estrategia chilena para cazar al Huáscar, el acorazado fue potenciado. Le pusieron ametralladoras, focos eléctricos para lanzar torpedos y limpiaron 1,200 metros de tubos obstruidos por hollín de carbón, ese mismo carbón parido en la fábrica que compartían en sociedad, Manuel Ignacio Prado, el nefasto presidente peruano, y Aníbal Pinto, homólogo chileno y mayordomo de la familia Edwards, la gran instigadora de la Guerra del Pacífico.
Ahora podía moverse a 12 nudos, a la misma velocidad del buque insignia peruano. Por eso, esa madrugada en Punta Tetas y luego en Angamos, logró alcanzar al monitor. Y no estaba solo. Lo acompañaban la corbeta O’Higgins y el vapor artillado Matías Cousiño. Al otro lado, un poco más atrás, la emboscada la completaban el blindado Blanco Encalada, la cañonera Covadonga y el vapor Loa.
¡Carajo! No le hizo ni cosquillas. Se escuchó desde arriba y la frase bajó como un obituario, como un ave de mal agüero que escarapeló el cuerpo de los 200 tripulantes del monitor. Una mezcla de oficiales blancos, grumetes mestizos, marinos negros y maquinistas gringos jubilados de la Guerra de Secesión.
La respuesta no tardó. Latorre ordenó fuego y los once proyectiles Palliser que traspasaron el metal de cuatro pulgadas y la madera del monitor, lo convirtieron en menos de hora y media en un amasijo de carne, en una arteria expuesta que tiñó de sangre e impregnó de olor a pólvora y muerte los 60 metros de largo del Huáscar.
Pequeño, con sus dos cañones de cargar por la boca inutilizados, lo único que sonaba era la metralla de sus Gatling y fusiles Remington, disparados con coraje agonizante por sus bravos defensores. Esos mismos rifles que habían acabado unos meses atrás con Arturo Prat, el comandante de La Esmeralda.
¿Qué iba a hacer la nuez contra el martillo en el diálogo del fuego? Dijo Manuel Elías, el último oficial sobreviviente que tuvo el monitor. Nada podía ya. Con su gran almirante caído en la torre de mando, con sus alféreces y tenientes heridos, batiéndose con revólveres ante la metralla abusiva, era poco lo que podía hacerse, salvo resistir hasta el último aliento e impedir que caiga la bandera y que desfallezca el honor. Habían sido 6 combates gloriosos, 10 naves capturadas, cientos de bombardeos a puertos chilenos. Habían sido.
Con el uniforme hecho jirones, esquivando los cuerpos de héroes caídos, el grumete Medina puede ver al teniente Pedro Gárezon Thomas en la cubierta, impotente porque ya no había municiones. Dos botes se acercan con una treintena de soldados chilenos. Abajo, el gringo Mac Mahon ha recibido la orden del alférez Ricardo Herrera de abrir las válvulas y echar el buque a pique.
El Huáscar ha sido capturado, pero el honor sigue intacto. Los rifles en la sien del gringo impidieron hundir el monitor y en unas horas entrará remolcado por el Matías Cousiño a Mejillones.
“Se defendieron como leones”, comentan los marinos chilenos mientras intentan arriar la bandera peruana que flamea amarrada al mástil. Los héroes se convierten en prisioneros y los llevan a San Bernardo donde permanecerán por algunos meses.
Pedro Gárezon, años después, será prefecto de Lima, Medina terminará su vida siendo jornalero en el Callao y con muchos reconocimientos, pero ya al borde de su muerte. Del gringo Mac Mahon no se supo más. Una foto de marinos negros permanecerá en el olvido por décadas y solo se hablará de los oficiales Melitón Carbajal, Diego Ferré, Carlos Tizón, Elías Aguirre o Enrique Palacios. Hasta les pondrán sus nombres a los buques modernos de la armada peruana.
Pero es preciso recordar que la gloria del Huáscar es compartida por los bravos “Buffalo soldiers” del monitor, la mayoría afroperuanos sobrevivientes del batallón Concepción. Esos muchachos bravos como José Santos Calderón, Faustino Colán y José Velásquez, quienes volvieron por sus frijoles con chancho a casa y que cerraron los ojos sin el estruendo de los Palliser, pero acompañados del silencio más doloroso, el del olvido.
El Huáscar ha sido capturado, pero el honor sigue intacto. Los rifles en la sien del gringo impidieron hundir el monitor y en unas horas entrará remolcado por el Matías Cousiño a Mejillones.
“Se defendieron como leones”, comentan los marinos chilenos mientras intentan arriar la bandera peruana que flamea amarrada al mástil. Los héroes se convierten en prisioneros y los llevan a San Bernardo donde permanecerán por algunos meses.
Pedro Gárezon, años después, será prefecto de Lima, Medina terminará su vida siendo jornalero en el Callao y con muchos reconocimientos, pero ya al borde de su muerte. Del gringo Mac Mahon no se supo más. Una foto de marinos negros permanecerá en el olvido por décadas y solo se hablará de los oficiales Melitón Carbajal, Diego Ferré, Carlos Tizón, Elías Aguirre o Enrique Palacios. Hasta les pondrán sus nombres a los buques modernos de la armada peruana.
Pero es preciso recordar que la gloria del Huáscar es compartida por los bravos “Buffalo soldiers” del monitor, la mayoría afroperuanos sobrevivientes del batallón Concepción. Esos muchachos bravos como José Santos Calderón, Faustino Colán y José Velásquez, quienes volvieron por sus frijoles con chancho a casa y que cerraron los ojos sin el estruendo de los Palliser, pero acompañados del silencio más doloroso, el del olvido.
*Crónica publicada el 8 de octubre del 2021 en El Peruano: https://elperuano.pe/noticia/130747-combate-naval-de-angamos-el-ultimo-dia-del-monitor?fbclid=IwAR2u3dxVwhwKTYMvCErrBfSi03L5SjrcSJgslx1sWRnFVFC9gztT7I1a8BU