PARTE PRIMERA (Lo siguiente tiene lugar entre las 5.50 y las 6.10 de la mañana)
Cho Seung Hui se mira al espejo y no encuentra lo que busca en el vidrio. Sólo rebota la imagen de un espantapájaros médium made in Seúl, un rostro que a su juicio le parece indecente y sin la más mínima chance de enamorar a esas rubias con tetas de hule que coquetean en Internet, a alguna de esas meretrices virtuales que degolla en sus sueños húmedos por atreverse a cobrarle el polvo.
Piel cobriza como el cuero de las carteras donde las chicas ricas del Virginia Tech guardan celulares y los preservativos que jamás usarán con él. Ojos de hamster enfermo, semejantes a los de esos peces infelices que chapotean en la inmunda pecera del Wa Lock. Su cabeza es una parcela casposa invadida por mondadientes azabaches que fungen de cabello.
Se odia cuando se ve al espejo, pero lo hace para recordarse lo que no es. Para que su memoria no naufrague como cuando se traga los ansiolíticos y entonces el Shogun sangriento que es, se convierte en un pekinés amaestrado, en ese muchacho adicto al play station y al baloncesto, en ese corderito oriental que saluda a todos con una sonrisa bonachona que lo hace ver cien mil veces más chino, cien mil veces normal.
Por eso ya no toma los cócteles que domestican al gato fiero que lleva adentro, a ese Mesías inconsciente que las últimas dos noches lo ha sacado de la cama para repasar los versículos más enrevesados del Apocalipsis, para ver por octava vez Old Boy, obra maestra de Chan Wook Park, filme que a su juicio no tiene al protagonista indicado. Él mataría mucho mejor -piensa- y sin los rubores bobalicones que sacuden como espasmos éticos a su compatriota crespo.
Son las seis de la mañana, media universidad aún duerme, pero él no ha podido cerrar los ojos en toda la noche. Está sobre su cama, arrinconado y en cuclillas. Sólo viste un boxer raído que deja al descubierto sus piernas de alambre. Cho transpira, respira, su cuerpo color kión hace agua por todos lados y traga saliva cada vez que en su cabeza aparece el shogun para increparle su cobardía, para decirle que ya esta bueno de tanta vaina, que llegó la hora de ver si es digno del encarguito. Debe concretar la misión sagrada: fumigar el campus de esa pandilla de chicos ricos que se burlan de su estirpe oriental, de esa cofradía snob que imposta todo para no parecer nada, de ese ramillete de barbies de carne que lo mira como bicho, con el mismo asco con el que George Bush contempla a los latinos.
"¿Dónde está mi novia?" se pregunta varias veces en un monólogo torpe que sólo interrumpen sendos cabezazos contra la pared, mientas en su frente nacen pequeños riachuelos de sangre que invaden las acequias del sudor, que se mezclan con la baba que resbala de sus labios de caricatura.
Cesa el interrogatorio y se escucha el final de Precious Declaration de Collective Soul en la radio. Se para, camina bamboleándose hasta el baño. Se queda desnudo frente al diminuto espejo que desata su demencia entre losetas y listerines y dice “¡Sí señor!, estoy preparado”.
Entonces vuelve a la habitación, saca un disco de la mesa de noche y lo pone en la lectora de su pequeño reproductor. La desgarradora y cursi melodía de No tienes que decirme que me amas, de Dusty Sprinfield, invade la habitación. A un lado de la cama, Cho tararea la canción, derrama algunas lágrimas y carga sus dos pistolas automáticas. No le gusta Marilyn Manson, lo desencanta su mariconada.
PARTE SEGUNDA (Lo siguiente tiene lugar entre las 6.11 y 7.19 de la mañana)
Cho ha decidido que su primera víctima sea un asunto personal. El objetivo se llama Stephanie Derry, una atribulada y celulítica mujercita que usa braquets y con la que comparte clases de escritura. Va por ella.
A esta hora de la mañana unas golondrinas obesas revolotean con torpeza en el campus universitario. En realidad, son casi lo único que se mueve entre esos almacenes grices que fungen de facultades, entre esos inmensos jardines donde ayer nomás Cho pisaba tulipanes y escribía entre carcajadas impropias el guión de una nueva pieza de teatro.
Sin embargo, ahora todo es diferente. Cho no ríe, tiene el rostro adusto, las manos se sacuden compulsivamente y en su cabeza comienzan a salir, como en un écran diminuto, los créditos de una película que él está a punto de empezar a rodar.
Viste pantalón y casaca negra y debajo de esa campera esconde dos pistolas automáticas con las que pondrá punto final a la saliva bobalicona, al verbo ignorante y lascivo de quienes no lo entienden. Matará canallas, un buen puñado de monigotes que engordan con Mc Donalds y Burger King.
El primer punto es el West Ambler Johnston Hall, y a despecho de lo que dirán algunos sobrevivientes, Cho no va primero en búsqueda de Emily Hilscher, la chica que cruza las piernas con el descaro mórbido de la Spears o la Stone. No se le cruza por la cabeza la niña mala con la que quiere casarse a pesar de sus pecados orgiásticos, esa chica cariñosa que mil veces lo ha mandado a rodar pero que él jura es su novia.
"Hacíamos bromas en clase sobre su trabajo, porque era muy novelesco, muy surrealista, teníamos que reírnos", declararía a CNN minutos después del genocidio Stephanie Derry. Levantarse a trotar esa mañana –era la primera vez que lo hacía- la salvó de una muerte segura.
Cho no recibe respuesta al llamado y decide patear la puerta. No está. Adentro lo recibe el aroma nauseabundo del pachuli, una cama destendida, un cuarto decorado con el gusto de un vendedor de tacos, y la foto de su víctima junto a una sonriente… Emily Hilscher.
Entonces se le viene a la mente que ambas deben estar encamadas con algunos de esos estúpidos neardenthal del equipo de fútbol. Seguro que aún calientan sus camas, seguro que siguen haciéndolo mientras se burlan de mi, seguro que se la pasaron así toda la noche, nadando entre espermas y pariendo bromas –piensa, calcula, se enfurece y decide sorprender a la infiel en su cuarto.
El reloj marca las 7:15 a.m. Cho camina ensimismado entre los pasillos. Llora, maldice por haberse enamorado de una ramera, se tropieza con una grada, retoma el paso, acelera, camina compulsivamente, se tropieza de nuevo y esta vez casi va al suelo sino fuera, sino fuera por ese brazo que el consejero Ryan Clark le ha tendido para evitar el bochorno.
Se reincorpora, le está dando una palmadita magnánima en el hombro mientras murmura “Te salvaste rico, tu gesto te ha salvado”, cuando repara que detrás del fortachón al que llama rico (lo que demuestra su fascinación por las frases de Perry, el asesino de Truman Capote) aparece Emily, recién bañada y con los cuadernos en sus manos.
A esta hora de la mañana unas golondrinas obesas revolotean con torpeza en el campus universitario. En realidad, son casi lo único que se mueve entre esos almacenes grices que fungen de facultades, entre esos inmensos jardines donde ayer nomás Cho pisaba tulipanes y escribía entre carcajadas impropias el guión de una nueva pieza de teatro.
Sin embargo, ahora todo es diferente. Cho no ríe, tiene el rostro adusto, las manos se sacuden compulsivamente y en su cabeza comienzan a salir, como en un écran diminuto, los créditos de una película que él está a punto de empezar a rodar.
Viste pantalón y casaca negra y debajo de esa campera esconde dos pistolas automáticas con las que pondrá punto final a la saliva bobalicona, al verbo ignorante y lascivo de quienes no lo entienden. Matará canallas, un buen puñado de monigotes que engordan con Mc Donalds y Burger King.
El primer punto es el West Ambler Johnston Hall, y a despecho de lo que dirán algunos sobrevivientes, Cho no va primero en búsqueda de Emily Hilscher, la chica que cruza las piernas con el descaro mórbido de la Spears o la Stone. No se le cruza por la cabeza la niña mala con la que quiere casarse a pesar de sus pecados orgiásticos, esa chica cariñosa que mil veces lo ha mandado a rodar pero que él jura es su novia.
"Hacíamos bromas en clase sobre su trabajo, porque era muy novelesco, muy surrealista, teníamos que reírnos", declararía a CNN minutos después del genocidio Stephanie Derry. Levantarse a trotar esa mañana –era la primera vez que lo hacía- la salvó de una muerte segura.
Cho no recibe respuesta al llamado y decide patear la puerta. No está. Adentro lo recibe el aroma nauseabundo del pachuli, una cama destendida, un cuarto decorado con el gusto de un vendedor de tacos, y la foto de su víctima junto a una sonriente… Emily Hilscher.
Entonces se le viene a la mente que ambas deben estar encamadas con algunos de esos estúpidos neardenthal del equipo de fútbol. Seguro que aún calientan sus camas, seguro que siguen haciéndolo mientras se burlan de mi, seguro que se la pasaron así toda la noche, nadando entre espermas y pariendo bromas –piensa, calcula, se enfurece y decide sorprender a la infiel en su cuarto.
El reloj marca las 7:15 a.m. Cho camina ensimismado entre los pasillos. Llora, maldice por haberse enamorado de una ramera, se tropieza con una grada, retoma el paso, acelera, camina compulsivamente, se tropieza de nuevo y esta vez casi va al suelo sino fuera, sino fuera por ese brazo que el consejero Ryan Clark le ha tendido para evitar el bochorno.
Se reincorpora, le está dando una palmadita magnánima en el hombro mientras murmura “Te salvaste rico, tu gesto te ha salvado”, cuando repara que detrás del fortachón al que llama rico (lo que demuestra su fascinación por las frases de Perry, el asesino de Truman Capote) aparece Emily, recién bañada y con los cuadernos en sus manos.
No media palabra, no pregunta ni pide explicaciones. Para él, el cabello mojado es prueba irrefutable de su adulterio y los libros una coartada estúpida que él no está dispuesto a tragarse. Desenfunda la Glock de 9 milímetros y le dispara dos veces en el rostro. Su cráneo estalla al instante y salpica sobre las paredes pequeños coágulos con trozos de cerebro y cuero cabelludo.
Pero, ¿Clark? ¿Con Clark? –se cuestiona, mientras un atónito consejero se limpia la sangre que le ha salpicado en los ojos y comienza a orinarse del miedo. Cho le da la espalda. Recuerda en flash baks monocromáticos las veces que Clark lo defendió de los racistas sureños (Clark era afroamericano), pero también sacuden su cabeza las imágenes de un Clark terrenal y morboso haciéndole el amor a su novia.
Lo siento, pero eres tan culpable como ella –alcanza a balbucear antes de perforar la barriga del consejero. Es cosa de 20 o 25 minutos antes de que los ácidos del estómago y la hemorragia acaben con Ryan. Cho se aleja de la escena sin apuros y sin rubores. Tiene que rearmarse para desinfectar el campus, esto no ha sido más que un impasse, algo no previsto, un capricho personal.
A pesar de la quietud de la hora, los disparos ocurridos en el primer piso de la residencia pasan casi inadvertidos para los equipos de seguridad de la universidad. Sólo un veterano guardia decide marcar el 911 y pedir apoyo. Nunca llegarán a tiempo.