José Torres alcanza a decir “pueden ir en paz” cuando se desata el infierno. Unas 100 personas están persignándose ante el dios prieto de la Iglesia de San Clemente cuando la tierra comienza a bramar desde las entrañas.
Los santos de yeso tiemblan como si fueran fetiches de gelatina. Los recios altares de huarango crujen y amenazan con venirse abajo. Todo pierde su natural y santa disposición ante la fuerza de ese zarandeo terrenal que no para, que sigue y engorda con la desesperación y el llanto de sus víctimas. Pero aún no ha venido lo peor.
El movimiento horizontal da paso a ráfagas de energía que lo mueven todo de arriba para abajo. Como si un gigante estuviera dándole chicotazos a este humilde pueblo de pescadores, hombres de campo y parroquianos confesos. Es entonces cuando el piso de concreto se vuelve un damero de plastelina.
“Ahorita pasa, no corran”, espeta una voz de flauta que el cura puede oír antes que se vaya la luz. Segundos antes que las columnas del templo se partan por la mitad y el techo se desplome, como una enorme galleta de soda, sobre los cuerpos minúsculos, desesperados, estupefactos de feligreses y otros no tanto.
Luego todo es penumbra, caos. Una sinfonía de padres nuestros, quejidos, pedidos de auxilio, emergen entre esos remolinos de carne y quincha desperdigados por el piso del templo. Un mar de polvo cubre a quienes no tuvieron tiempo de guarecerse bajo las bancas. Ahora están allí pero no son ellos. Su fe está hecha añicos, tienen los ojitos cerrados como si fueran presos de un sueño súbito y bárbaro. Riachuelos de sangre brotan por narices, oídos y bocas de mujeres muertas abrazando a sus niños muertos.
El hongo de adobe hecho polvo se levanta como señal de la tragedia, como muestra maldita de un terremoto que mató en tres minutos y 30 segundos a 519 personas. Y ahí, aún después de dos horas, seguía la estela de muerte arañando el cielo pisqueño cuando el presidente salía por la televisión afirmando que, “gracias a Dios”, esto “no había sido una desgracia”.
Pamplinas. Alan García (a la sazón preocupado en defender a su ministro del interior y en su bajón en las encuestas) desconocía la magnitud del horror desparramado en Pisco y Chincha, humildes poblaciones donde se supone no hay desempleo y la gente debía celebrar ese día la fiesta de la Virgen Asunta, la mamita de Pisco.
Pero el 15 la patrona no pudo aplacar “la ira de Dios contra los infieles” como no se cansan de repetir, hasta ahora, las células que los Testigos de Jehová y los brasileños de “Pare de Sufrir” han enviado a Pisco y alrededores para enrolar católicos desesperados y peones hambrientos.
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En lima la situación no pasó de un susto mayúsculo, pero a la inminencia de ese Apocalipsis fallido le siguió la desesperación de no poder comunicarse con nadie. Los 12 millones de limeños trataron infructuosamente de llamar a hijos y padres. El terremoto corrió la alfombra de un sistema telefónico que no servía, nuevamente, cuando más se le necesitaba.
Durante más de tres horas todo Lima (y parte del sur peruano) estuvo naufragando en la incertidumbre. Ni celulares ni teléfonos fijos funcionaron porque Telefónica no amplió sus redes como correspondía a la ola de venta de equipos que hubo en los últimos años. Batahola de la que el propio García se enorgulleció en su mensaje presidencial de este año. “El Perú está en la modernidad, la gente tiene más dinero y prueba de ello son los millones de celulares que se han vendido… Hemos pasado de 8 a 12 millones de aparatos y proyectamos alcanzar en diciembre los 14 millones de celulares”, dijo, cándidamente, sin verle las muelas al caballo de Troya.
El desmadre fue tal que el propio jefe de la Sétima Región Policial, general Octavio Salazar (hoy director de la PNP), tuvo que instalar su centro de comunicaciones en una radioemisora para contactar a sus subalternos. Ni los teléfonos rojos (de uso exclusivo para el Ejecutivo, militares y policías) estaban operativos. Incluso, al día siguiente de la tragedia, el propio primer ministro, Jorge del Castillo, confesó que recién pudo hablar con el presidente… ¡dos horas después del seísmo!
Así, la ayuda a la zona del desastre, a sólo tres horas de Lima, recién pudo llegar a primeras horas del 16 de agosto. Generales de la Policía, burócratas del sistema de Defensa Civil, un puñado de rescatistas y algunos periodistas fueron los primeros testigos del pandemonio. Pero eso fue al día siguiente. Mientras los limeños comentaban de la que se habían salvado, en Pisco la desgracia seguía pariendo muertos.
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Son las 9 de la noche en Pisco. No hay luz, agua ni teléfonos, y la carretera que la conecta a Lima está triturada. Lo único que se oye entre las estrechas callecitas del puerto son los vidrios rotos de negocios a punto de ser saqueados, el llanto desconsolado e ingenuo de niños tratando de despertar a mamá, los gemidos de viudas jóvenes y, de cuando en cuando, el crepitar de alguna casita que termina de caerse del todo.
Al otro lado de la plaza, casi al frente de la iglesia donde la muerte ha hecho su nido, los vecinos que no tienen un muerto que llorar corren tras esa voz que clama ayuda desde lo que fue el hotel Embassy. Tenía cinco pisos pero la deficiente estructura provocó que los tres niveles superiores aplasten los dos primeros.
“Era la peor de las pesadillas que alguien pudiese imaginarse. Se levantaba un poco de adobe y se dejaban ver los cuerpos de familias enteras. Sólo en la iglesia sacamos esa primera noche más de cien cadáveres. Era deprimente, desconsolador, pero alguien tenía que hacerlo”, recuerda Torres y aún ahora, a casi cinco meses de la tragedia, algunas lágrimas se escurren por su piel cetrina.
A falta de linternas y sin luna que alumbre el desastre, el olor de la sangre expuesta y los tibios quejidos son las pistas que siguen dos policías de tránsito y un abogado para socorrer a los heridos del hotel de marras. Tres cuerpos. Dos de ellos con vida son lo único que logran raptarle a esa mazamorra de barro. Un nuevo derrumbe, producto de una réplica del sismo, hace estéril rescatar con vida a ese hombre que, hasta ahorita nomás, contaba que no sentía las piernas y que, sollozando, prometía dar 5 mil soles a quien lo ayude.
Toda la madrugada y en medio de la oscuridad, los sobrevivientes han estado sacando cuerpos de la iglesia, del hotel y las casas aledañas a la plaza de armas. Son las seis de la mañana y donde hasta el domingo pasado se formaban las tropas para izar la bandera, ahora yacen –también en fila, los cuerpos de unos 60 pisqueños.
“Son los muertos de la iglesia. Habían ido a la misa de un primo difunto, del Alejandro Espino. Se los ha llevado a toditos el muertito. Se ha llevado también a mi esposa y mis dos hijitos. ¿Qué daño hemos hecho? ¿por qué a nosotros? Yo le dije que mejor no veníamos”, confiesa un acongojado pescador ante las cámaras de Canal 7 -la televisora del Estado fue la primera en llegar- y una anonadada reportera a la que le tiemblan las piernas y no para de llorar.
La otra cara de la moneda es un reportero de RPP (la estación de radio donde se acuarteló el jefe policial). A sabiendas que no puede competir con el impacto de las imágenes, se filtra entre los deudos que se golpean el pecho, que dan puñetazos a la pista y maldicen a Dios. Entonces se come su muletilla esa que dice que la radio está más cerca de la gente, y pone su celular al alcance de la escena. Todo el país se entera de la impotencia, del desmadre de esa familia pisqueña.
Después, busca a la persona más calmada y pregunta: ¿Era un familiar el fallecido? ¿Estaba dentro de la iglesia? El deudo lo mira y no responde. Se parte… llora. Duda si debe matar a ese gallinazo reporteril por ser tan estúpido o si sólo estará bien dejarlo medio muerto por ser tan frío. Pero no hace ni lo uno ni lo otro. El zambo se coge los cabellos y maldice – a nivel nacional- a Dios y sus santos pacatos e ineficientes. El reportero no habla, deja que el grito pierda fuerza y entonces dice que esto es algo increíble. Corta la transmisión y se va en busca de más morbo.
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A escasos 5 minutos de la plaza, dos avioneros de la Base Aérea de la Fuerza Aérea Peruana (FAP), terminan de secar el motor que hubiese podido encender las luces de la pista de aterrizaje. Pero no fue su culpa, tras el sismo y el maretazo que inundó casas, los oficiales fueron los primeros en correr a la villa militar.
Por eso ellos sólo atinaron a seguirlos y nadie se ocupó de poner a buen recaudo el motor que hubiese permitido a rescatistas y material de apoyo llegara a Pisco en sólo media hora.
Ya con las primeras luces del 16 de agosto, el mismo presidente llega a Pisco para inspeccionar la ciudad y poner en marcha el plan de emergencia y recuperación. “El centro de operaciones será la base aérea. Luego daré declaraciones, déjenme ir al centro de la ciudad”, sostiene García a una nube de periodistas recién llegada de Lima.
Tras el recorrido presidencial –salpicado de exigencias, reproches y lamentos-, el mandatario dispuso declarar en emergencia lo zona y encargó a varios de sus ministros labores específicas que, lamentablemente, sólo pocos cumplieron.
Y es que la verdad es que sólo la ministra de Trabajo, Susana Pinilla, el de Vivienda, Garrido Lecca y la titular de Transportes, Verónica Zavala fueron los que trabajaron. Los propios militares de la base aérea criticaban actitudes como las demostradas por las ministras de Comercio Exterior y de La Mujer, Mercedes Aráoz y Virginia Borra. Ambas, no obstante tener a su disposición casas en la villa militar, (en la que durmió el propio presidente), prefirieron instalarse en hoteles cinco estrellas como Las Dunas.
Pero la comodidad no sólo era buscada por ellas. Mientras la gente se peleaba por las latas de atún y las botellas de agua que se arrojaban desde camiones de Defensa Civil, la mayoría de ministros (y sus ayayeros), generales y periodistas se mandaban traer de Lima sabrosos pollos a la brasa. Los aviones que llegaban a Pisco con ayuda nacional e internacional hacían el delivery.
Así es. Mientras en Pisco la gente armaba barricadas en las calles para bloquear autos y pedir un poco de comida, las autoridades comían lo que querían y luego, con el estómago tanqueado, salían a repartir galletas de agua y un poco de sardinas.
“Sabemos que hubo mucha descoordinación al inicio. Sabemos que mientras aquí en la plaza nos mordíamos las uñas, en la base cenaban como en casa. Sin embargo, en esas primeras horas, nuestra urgencia eran los ataúdes, el agua y los rescatistas para sacar a los muertos y heridos que aún dormían bajo los escombros”, espeta el padre y establece una analogía.
Dice que la desorganización continúa. Que en Pisco sólo se ha pasado la escoba y se ha tirado alguna que otra limosna. Torres está indignado. Quiere que, de una buena vez, se inicie la reconstrucción de Pisco para que la gente retome sus vidas. “Las heridas no van a cicatrizar si no se les devuelve la dignidad”, espeta.
Y el curita tiene razón. La gente parece aún atrapada por la resaca del pánico y el dolor. Aquí nadie ríe. Se ha desatado un virus de desconfianza y los niños tiemblan no sólo por las réplicas liliputienses, sino hasta
por las ráfagas de viento que sacuden esta zona del país.
“No se oye padre”, alcanza a decirle -mitad en broma, mitad en serio- una corpulenta señora al párroco mientras caminamos de vuelta a la carpa que funge de capilla.
Torres responde con una tímida sonrisa de medio lado. Sabe que aún no es tiempo de soltar bendiciones, ni mucho menos de pedir paciencia ni fe. La Mamita de Asunta no pudo parar la desgracia y él, aunque piensa que la patrona debió hacer algo más, no puede confesar su decepción celestial.
Pisco sigue siendo un pueblo sin alma. Y eso lo sabe bien la competencia de Torres. Ya no sólo hay brasileños que estafan con sus agüitas del mar muerto o Testigos de Jehová vociferando sobre las cualidades demoníacas del baile y las minifaldas. Israelítas del Quinto Pacto Universal (sí, esos que aún esperan que Ezequiel Ataucusi resucite), mormones y cristianos de iglesias ininteligibles han desempacado su fe y su dinero en Pisco.
“Business son business”, dicen que dicen. Pero Torres no cae en ese juego. Su vicio no sabe de cuentas corrientes ni merchandising religioso. Sus armas son la biblia y la esperanza. La quimera de que la Mamita no permita que se repita la historia, de que el sacudón haya servido para alejar a los pisqueños de las noches de putas, a sus jóvenes de las pandillas y a las madres del chismoseo y la envidia impune. Por los siglos de los siglos, Amen.