lunes, octubre 23, 2006

La morgue del doctor Etchepare

El chileno anda de novio. Miguel Etchepare está a punto de desposar a la mujer de su vida, una peruanita coqueta más bella que la ermitaña estrella que alumbra la bicolor de Neruda.Sin embargo, a diferencia de la frase pergeñada en su escudo patrio, a la “Titi” no la conquistó “ni por la razón ni por la fuerza”. Al hombre de frases menudas y que habla como cantando, el cortejo le costó su tiempo; el romanticismo le pasó una robusta factura.

Ahora anda a un tris de abandonar el pelotón de los solteros y suscribirse a un ciclo vital, imposible de esquivar hasta para los más chúcaros terrícolas; ése que nos enseñan en las clases de biología: el hombre crece, se reproduce y, aunque uno no quiera, finalmente muere.“Me siento raro”, dice Etchepare sobre su matrimonio y la posibilidad de ser padre, mientras despliega una de las fotografías large que integran la nueva serie que presenta en Lima, uno de los fotógrafos latinos más requeridos por el publish system.

¿El tema de la exposición? Ni más ni menos que una suerte de menjunjes, tubérculos y frutos putrefactos. Éstos, de no ser por la destreza del sureño, provocarían náuseas, invitarían a un contrapunto de arcadas groseras y una sinfonía de eructos.Sobre una impoluta superficie, Miguel ha dispuesto los cadáveres de la cotidianidad culinaria. Con la meticulosidad de un médico legista y con la sapiencia de un prolijo técnico en las artes de la necropsia criolla, sus fotos penetran en las catedrales de la descomposición.El insospechado ecosistema donde coinciden muerte y génesis es el protagonista por antonomasia de la individual.

Colorados pimientos y sabrosas alcachofas son invadidos por hongos rastreros y fragancias vertiginosas. Un ejército de larvas sale del útero, nace de la descomposición.“Es una contradicción, un perfecto ejemplo del ciclo vital”, advierte con certeza este patólogo de las hortalizas empecinado en demostrar con los ejemplos más silvestres nuestra decadencia fisiológica, que somos apenas el contenido de un envase perecible que un día servirá de rancho frío para los gusanos y las orugas glotonas.La otra moraleja de esta auscultación monocromática es simple, tanto que se cae de madura. Miguel dejó de retratar los pómulos de concreto menos agraciados del Empire States y del entonces recio World Trade Center para rebuscar en las alacenas los conejillos de Indias y analizar su agonía, la evolución en retro de sus organismos.Vestigios es eso: un conjunto fotográfico, una bitácora donde quedaron registrados los puntos sin retorno. De cierta manera, la intención es plantear una analogía con el fin de una etapa y el comienzo de otra, de una nueva, desconocida y, por lo tanto, seductora.

Y cómo no lo va a saber este rollizo chileno que peina canas, pero que habla como un adolescente templado. Cómo podría desconocer el tema este sensei en los vericuetos e ingredientes de la culinaria criolla, que está a punto de casarse y abandonar el pelotón de los solitarios, de esos seres que trasuntamos por el goce y la algarabía, pero que en el fondo esperamos atracar en buen puerto.Por lo pronto, sabemos que el de Miguel no es Montt, pero es más peruano que el cebiche y el pisco. Ese espigón al que pronto desembarcará es el muelle de la “Titi”.

(Crónica publicada en El Peruano, el 2002. Foto de Vidal Tarqui)

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