domingo, octubre 15, 2006

La novia de nadie




Hace frío pero a la doña no se le pone la piel de gallina. En el fragor de la calle ha perdido la capacidad de acusar dolor. Nunca mira al cielo porque la luz le parece indecente. Utiliza el rabillo del ojo, permanece agazapada para olfatear las intenciones. Se traga el vaho matinal y, de vez, en cuando, estira su mano por monedas con las que habitualmente logra silenciar los chillidos de su rechoncha pero desnutrida barriga. Esa es su rutina senil.

Una colección de harapos envuelve su cuerpo de pasa. Tiene la piel tallada por várices que parecen cordones umbilicales, arrugas obesas y una capa de mugre la hacen parecer una momia que algún huaquero arrojó tras extirparle el oro y los spondylus. Ella parece destinada a embucharse las migajas de los viciosos del tragamonedas, y a estrujar el desprecio de burdos peatones y vendedores de chucherías.

“Su vida es un infierno”, cuenta la rolliza proveedora de golosinas que vigila su quimera hasta que se va y deja a la doña allí, solita, arrellanada en una vereda del jirón Pizarro en el cercado de Trujillo, tragando soledad, respirando mierda, apoyada en rejas teñidas por el hollín, de lo que por la mañana es una galería y ahora (pasadas las tres de la madrugada) parece un alcázar grosero donde las ratas se guarecen de gatos huesudos y orates hambrientos.



La primera vez que supe de ella fue precisamente por la ambulante de marras. “Ella cuidó la tumba de Víctor Raúl Haya de la Torre por varios años. ¿La vas a ayudar a ayudar… tú eres periodista, tú puedes di?
No sabía que quién diablos me hablaba la mujer a la que he vuelto mi surtidora oficial de tabaco. Admito que algunas veces, después de cerrar la edición, derrochaba centavos en el tragamonedas adyacente, pero jamás reparé que a un lado de esa sucursal del vicio dormía la novia del mentor del aprismo, del hombre que tantos idolatran pero al que nadie le llega a los talones.

Fue así (mitad por curiosidad periodística, mitad por lástima) que a la siguiente madrugada volví. La encontré arrimada a una pared regada regada con orines, cubierta en mantas motosas. Tenía la cabeza revestida con una bolsa de basura que le ganó en buena lid a perros pulgosos y locos de atar.

Sus piernas parecían esculpidas por una osteoporosis voraz, el rostro era el de una mendicante inofensiva que alguna vez fue una dama regia y su cuerpo, el cuerpo que arrastraba a duras penas lo movía con la torpeza de un infante con polio.

Nadie sabe a ciencia cierta su edad ni su nombre. La llaman (mitad por cacha, mitad por lástima) “la paloma de Vítor Raúl”, pero lo cierto es que se apellida Rodríguez. Sus hijos han muerto (al menos para ella), los pirañas del roban las monedas y los recolectores de basura hace un par de días le decomisaron su colchón de paja.

Vino de Lima a finales de los setentas y durante años estuvo al pie de la tumba de Haya. Sin embargo, la pasión empezó mucho antes, durante los multitudinarios mítines en las plazas limeñas y de ello dan testimonio epístolas de apristas de la vieja guardia como Jaime Escajadillo o centurión Vallejo.
La gente cuenta que se volvió loca de un día para el otro, hacia finales de los ochentas, que el deceso del ideólogo la trastornó violentamente. Es poco probable que mantuviera un affaire con Haya de la Torres, pero ella respetó el idílico amorío hasta mucho después que los gusanos se engulleron al compañero panzón, pero caballero.

Cuando extravió la cordura la lengua se le acortó. Olvidó las palabras y mandó al tacho los recuerdos. La mujer sólo hablaba de Víctor, de los que significaba el aprismo esterilizado de las pasiones mercenarias de los bufalos y del compromiso que se estableció con los pobres.

Y así se le fue la vida, así se le adelgazó la razón. Escribía poemas que su amado nunca leería, limpiaba la lápida y espantaba las palomas que picoteaban los tulipanes del patriarca.



Sólo a dos cuadras de donde ahora se abandona al frío y las pesadillas (porque alguien en su estado no puede soñar), queda la Casa del Pueblo. El espacio, lleno de hombrecillos grises que aún disfrutan los dividendos de García, está prohibido para ella.
Allí nadie la quiere y los congresistas que logró colocar el APRA en el Congreso (gracias a la amnesia trujillana) no hicieron, hacen ni harán nada por ese amasijo de huesos quebrados, por lo que resta de la abuela que aún suspira por el hombre del “pan con libertad”.

A ellos les vale madre el estado de la heroína de la acera y la limosna. Y a la doña (porque dejó de llamarse Paloma cuando la indiferencia le capo las alas), le importa menos la misericordia de utilería, esa sonrisa de Belcebú que estrenan en póster de campaña los que se dicen seguidores de Víctor Raúl.



“No me fastidie. Déjeme descansar tranquila”, responde la doña y me devuelve la chompa que mi suegra (espero que algún día lo sea) le mandó. Queda claro, la señora no acepta dádivas. Esta cansada de devolver las piezas que a uno le sobran.

Los tenis azules y nuevos en los que guarece sus pies encamotados, evidencian que hace poco aceptó el regalo de alguna persona. Debe ser porque esa alma anónima se los regaló nuevos. La doña no es limosnera. Debe haberlos recibido porque el donante no llegó a ella con la cara de bobalicón e hipócrita miembro del Opus con la que debí haberme acercado el día que la conocí.

Y es que ella no es una mendicante, sino que anda presa de su orgullo, de un orgullo que le impedía llamar a Lima para que le mandaran reales para el pasaje de retorno, de un orgullo que no la deja recibir monedas de quienes han traicionado los postulados de su hombre. De día camina sin rumbo. Se deja llevar por la ruta que impone la sombra levantada por los apristas que la desprecian y la hacen a un lado como un desperdicio.

No dice más, pide que le deje la chompa allí nomás en el suelo, que cuando tenga frío se la pondrá donde le venga en gana.

Ya no hay tiempo para nada. La gorda de los cigarros se marcha empujando su mercadería sobre un carrito de supermercado, los viciosos con cara de perdedores suben raudos a los taxis, y los borrachos pasan preguntando si alguien sabe dónde sirven un buen caldo de gallina.

Cinco de la mañana. Silencio en una ciudad que se viste de mal gusto por la mañana, pero que ahora parece una réplica de Lisboa o Bogotá. Trujillo parece la antítesis de un cuadro del cholo Humareda. Ni una puta a la vista, ambiente mustio por la ausencia de travestis panzones y taxistas que se desgracian por dos soles.

Es la estética de la antiestética. Lo único que se escucha en el jirón Pizarro son los ronquidos de la abuela. Ella es la extra que ha quedado para recibir el sol y al desprecio diurno. Más tarde vendrán las carcajadas desde la Casa del Pueblo (o lo que queda de ella) y por alguna callecita deambulará la doña en busca de un poco de comida decente… aunque sea de un pedazo de pan… pero con libertad.

(crónica publicada en La Industria de Trujillo el 2 de agosto de 2004. Foto de Freddy Padilla)

1 comentario:

  1. Humanamente encantador (has que valga mi huachafada), encuentro a la tia todo un poema para recitarlo en Quilca (o en blog) y, hablando de aquello, me encantaría leerte en verso. Anda, un poemita para la hinchada. Buena prosa, pero me mata la curiosidad por leerte en un verso.

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