Lo tenía decidido. Apenas pusiera los pies en el Cusco vomitaría su amor. Le diría, sin rubores ni metáforas, que ella era la chiquita de su vida. Que la amaba en secreto desde tercero de media, pero que tuvo que morderse la lengua estos dos años para ahorrar para el viaje, para poder estar como están ahora.
Y ahora están con su ropa de domingo en un sábado que está a punto de estirar la pata. Sentados en una banquita parchada de la Plaza de Armas, mirando la Catedral cusqueña, oteando las parejas de chicas pálidas y bricheros cobrizos. Esperando que se consuma el pucho para meterse a bailar al Mamá África. Para cantarle, en medio de un aquelarre de razas y lenguas, que su amor era como un embrujo.
Bryan Gálvez había dispuesto todo para que aquello sucediera en el momento indicado. Por eso, cuando dejaron de cantar el himno del colegio y entonaron los pegajosos hits del Grupo 5 y Kaliente, él la miró fijamente a los ojos, como para dejarle una señal de lo inminente. Ella asintió el halago jugando con sus cabellos.
El bullicio siguió hasta pasadas las 8 de la noche y recién a eso de las 9 el carro quedó en completo silencio. El chofer había dejado seis horas atrás las lágrimas de mamás preocupadas y esperaba llegar al Cusco a eso de la una de la tarde del día siguiente, por eso mandó el mesaje por el auricular: “Buenas muchachos, estimo que llegaremos al Cusco mañana para la hora del almuerzo”, dijo un afable José Ayulo.
Fue entonces cuando Rocío Baltazar (la miss 8 puntos) quebró los murmullos de sus alumnos -y de paso el sueño de dos médicos ingleses de la última fila- para darles un último consejo: “A ver muchachos, coman bien que de aquí no la verán sino hasta el Cusco. Si a alguien le choca la altura en el camino no dude en llamar a cualquiera de los profesores. ¿Trajeron su coramina no? … bueno, ya saben”, advirtió.
Eso fue lo último que recuerdan los sobrevivientes. Después, el serpentín de asfalto, las curvas interminables, la espesura de ese paisaje desconocido y una soporífera película de la saga “El Señor de los Anillos” lograron adormecerlos por completo.
Pero no todos dormían. “Apenas llegue me tomaré la foto en la plaza y se la mandaré al celular de mamá”, le dice Pablo Hernández a su compañero de asiento. “Deja dormir, descansa, duerme caracho que te va a faltar energía cuando lleguemos”. Pablo le sonríe de lado a Mario y prende su USB para ponerle música a sus esperanzas, a sus sueños.
Campeón de matemática pura y un mátalas callando de primera. Pablo no se creía el cuento de ser el cerebro de la promoción. No pisaba huevos por haber sido el primero en ingresar a San Marcos. Sólo pensaba en su mamá. “Gracias por este viaje mamita, sé que tú y papá sacrificaron mucho para pagarlo”, le había dicho a doña Carmela antes de persignarse y subir al Cial, a ese enorme bus pintado con los colores de la selección.“Eres mi orgullo, chiquito. Diviértete, te lo mereces. Este será un viaje inolvidable mi amor”.
¿Inolvidable? Y sí, puede ser, se inquiría Pablo mientras revisaba su itinerario. Primero lo primero: la foto para avisar que había llegado sin novedades. Después el matecito para domesticar la altura. Luego, luego pasaría a comprarle la chompa serrana a mamá. Tenía miedo de gastarse la plata y no cumplir con su palabra. “Te traeré un recuerdo lindo gordita”, le había dicho.
“Los chicos se lo merecían. Fueron dos largos años sin gastarse las propinas en fiestas ni en salidas al cine. Dos años con navidades espartanas y cumpleaños con tortas caseras y los deseos de rigor. No puedo creer que Dios sea tan malo, ¿a quién le hicieron daño?”, contaría, en sólo unas horas, una atribulada Rosa de la Cruz, la directora del colegio.
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Kilómetro 300 de la vía Abancay-Chalhuanca y el frío ya hace estragos. Acaban de penetrar los Andes y ese ariecito serrano que se cuela por las ventanas mal cerradas del segundo piso, le pone la piel de gallina a quienes no han podido pegar los ojos.
El bus va repleto, pero no todos sus ocupantes pertenecen al Colegio Santo Domingo de Carabayllo. La agencia de viajes prometió un viaje exclusivo; sin embargo, de los 52 pasajeros que a esta hora guardan silencio, sólo 39 van de viaje con la promo Ninan Sullka (joven de fuego). El resto es gente humilde como ellos y dos lunares pálidos: los médicos ingleses Laura Brithish Citizen y Michael Joseph Casey. Hasta ahí todo normal. El bus, se presume, va a 100km por hora.
La noche en la sierra nunca es morena. El cielo tachonado de estrellas, la luna como un queso gigante y las siluetas de Apus verdes y musculosos pintan el viaje aunque no haya Inti allá arriba. Por eso, algunos chiquillos siguen con los ojitos pegados en la ventana, restando minutos, imaginándose como será tocar la piedra de los doce ángulos, cómo será caminar por Machu Picchu, cómo será dormir en una cama de hotel, cómo será estar en un hotel.
Uno de ellos es Paulo César Cueto Astete. “César Cueto”, como lo baten sus compañeros, es un futbolista que promete. De hecho sus cualidades ya han sido reconocidas y forma parte de las inferiores del Cienciano.Pero eso era para pasar el tiempo y atraer las miradas de las chicas del Pre 1 (quinto A).
La verdadera pasión de Paulo era la cocina. Soñaba con ser chef y por ello no se perdía un solo programa de Gastón Acurio. “Ese gordito es un maestro”, decía en su casa de Comas, mientras tomaba apuntes de condimentos, clasificaba las especias y preparaba fusiones.
Ayer no más fue él quien preparó el almuerzo de despedida. “Era un ángel. Con sólo 16 años jugaba bien al fútbol pero, en el fondo, quería ser chef. Por eso se metió de lleno a estudiar inglés. Ya casi lo dominaba”, precisa, secándose su rostro húmedo y atocinado, su tío David Astete, segundos antes que el llanto le vuelva a ganar la partida.
“Hi, my name is Paulo. No, no, eso suena a brichero”. Paulo prepara la frase perfecta para el abordaje. Tiene que ganar una puesta hecha en el barrio. La mancha le ha dicho que de nada le servirá hablar como gringo porque se ve como paisano. Que no le creerán que una gringa le paró bola si es que no trae una foto en su celular. Pero no una foto cualquiera. No. Tiene que ser, mínimo, una en la que le den un piquito en la boca.
“Ya verán”. ¿Una foto no? ¡Diez les traeré y se morirán de envidia cuando las ponga en mi Hi 5… ya verán cuando…. ¡Cá –lla –té!, lo interrumpe Marlon Domínguez. ¿Puedes dejar de pensar en las mujeres y dejarme dormir Paulo? Paulito se sonroja, y le dice que sí, que por el momento pude dejar de pensar en ellas (en las gringas y los piquitos) porque ya va a su encuentro.
En la fila del costado (la primera hilera del segundo nivel con sólo un inmenso vidrio que los separa de la carretera) descansa Danina Solaidy. 16 años, integrante de la selección de vóley del colegio, el rostro más bonito de la promoción ( y por ende la chica más asediada), alumna aplicadísima y próxima a ingresar a la UNI.
“Quería ser ingeniera como su papá. Era una loquita, amante del deporte y de los números. Era mi gran amiga". Así la recuerda su confidente eterna, Cinthia Guerra Vega, quien no pudo ir porque le faltaron más de cien soles para llegar a la cuota del tour.
Campeona de matemática como Pablo y dispuesta a escuchar y dar consejos a todos, Danina dormía, dormía profundamente antes de que el bus llegara a la curva maldita. Kilómetro 391. El puente Santa Rosa está a la vista, son las 4.30 de la mañana y la muerte espera agazapada, camuflada por el ruido del río Pachachaca.
Es entonces cuando se desata el infierno. Como en la destartalada montaña rusa del Play Land Park, los que están despiertos sienten un intempestivo vacío en el estómago. El carro se ha despistado y va cayendo, rebotando. Ahora los sacude como si fueran palomitas de maíz en una olla de lata. Gritos desesperados. Horror a granel. Pedidos de auxilio que nadie atenderá y llamadas destempladas a mamás que a estas horas duermen sin sospechar lo que sus angelitos están sufriendo.
De pronto el chasquido seco. Los vidrios rotos, los asientos fuera de lugar. El carro es un acordeón gigante salpicado de sangre inocente. Lo que fue la cabina del chofer es ahora un pudín de fierros incrustado en la ribera del río. Se pisan entre ellos, salen despavoridos pensando que el carro va a explotar. Una vez fuera pueden ver la cara de la tragedia.
El bus es una mazamorra de metal, plástico y carne. Adentro, adentro han quedado, se ven claramente, los cuerpos inertes de algunos compañeros de clase.Llantos y maldiciones. ¿Qué pasó? ¿Por qué a nosotros? Nadie responde. Entonces los profesores deciden entrar al bus por sus muchachos caídos, pero ya es tarde. Pablo, Paulo, Danina, Bryan y Marlon no responden, no se mueven, no respiran.
Se quedaron atrapados en sus sueños.Tienen, aún, las sonrisas tatuadas en sus caritas como de guaguas serranas. Siguen pensando cómo declarar su amor, cómo conquistar a las chicas y ganar la apuesta del barrio. En el color más bonito para la tez de mamá. En que pronto acabarán las clases y no volverán a ser más esa patota de amigos del cole. La pesadilla nunca más los atormentará.
Pdta: Adriana Chuqui Yépez, una pequeña de seis años y el chofer José Ayulo también partieron a la eternidad esa madrugada del lunes 3 de diciembre. Cial, ocupa el puesto 16 de las 62 empresas que causaron accidentes de tránsito. De junio de 2006 a junio de 2007 reportó 10 siniestros. Siete muertos y 94 heridos. En el mismo lugar del accidente, el 30 de setiembre perecieron siete turistas colombianos.