jueves, diciembre 06, 2007

Ángeles de fuego


Lo tenía decidido. Apenas pusiera los pies en el Cusco vomitaría su amor. Le diría, sin rubores ni metáforas, que ella era la chiquita de su vida. Que la amaba en secreto desde tercero de media, pero que tuvo que morderse la lengua estos dos años para ahorrar para el viaje, para poder estar como están ahora.
Y ahora están con su ropa de domingo en un sábado que está a punto de estirar la pata. Sentados en una banquita parchada de la Plaza de Armas, mirando la Catedral cusqueña, oteando las parejas de chicas pálidas y bricheros cobrizos. Esperando que se consuma el pucho para meterse a bailar al Mamá África. Para cantarle, en medio de un aquelarre de razas y lenguas, que su amor era como un embrujo.
Bryan Gálvez había dispuesto todo para que aquello sucediera en el momento indicado. Por eso, cuando dejaron de cantar el himno del colegio y entonaron los pegajosos hits del Grupo 5 y Kaliente, él la miró fijamente a los ojos, como para dejarle una señal de lo inminente. Ella asintió el halago jugando con sus cabellos.
El bullicio siguió hasta pasadas las 8 de la noche y recién a eso de las 9 el carro quedó en completo silencio. El chofer había dejado seis horas atrás las lágrimas de mamás preocupadas y esperaba llegar al Cusco a eso de la una de la tarde del día siguiente, por eso mandó el mesaje por el auricular: “Buenas muchachos, estimo que llegaremos al Cusco mañana para la hora del almuerzo”, dijo un afable José Ayulo.
Fue entonces cuando Rocío Baltazar (la miss 8 puntos) quebró los murmullos de sus alumnos -y de paso el sueño de dos médicos ingleses de la última fila- para darles un último consejo: “A ver muchachos, coman bien que de aquí no la verán sino hasta el Cusco. Si a alguien le choca la altura en el camino no dude en llamar a cualquiera de los profesores. ¿Trajeron su coramina no? … bueno, ya saben”, advirtió.
Eso fue lo último que recuerdan los sobrevivientes. Después, el serpentín de asfalto, las curvas interminables, la espesura de ese paisaje desconocido y una soporífera película de la saga “El Señor de los Anillos” lograron adormecerlos por completo.
Pero no todos dormían. “Apenas llegue me tomaré la foto en la plaza y se la mandaré al celular de mamá”, le dice Pablo Hernández a su compañero de asiento. “Deja dormir, descansa, duerme caracho que te va a faltar energía cuando lleguemos”. Pablo le sonríe de lado a Mario y prende su USB para ponerle música a sus esperanzas, a sus sueños.
Campeón de matemática pura y un mátalas callando de primera. Pablo no se creía el cuento de ser el cerebro de la promoción. No pisaba huevos por haber sido el primero en ingresar a San Marcos. Sólo pensaba en su mamá. “Gracias por este viaje mamita, sé que tú y papá sacrificaron mucho para pagarlo”, le había dicho a doña Carmela antes de persignarse y subir al Cial, a ese enorme bus pintado con los colores de la selección.“Eres mi orgullo, chiquito. Diviértete, te lo mereces. Este será un viaje inolvidable mi amor”.
¿Inolvidable? Y sí, puede ser, se inquiría Pablo mientras revisaba su itinerario. Primero lo primero: la foto para avisar que había llegado sin novedades. Después el matecito para domesticar la altura. Luego, luego pasaría a comprarle la chompa serrana a mamá. Tenía miedo de gastarse la plata y no cumplir con su palabra. “Te traeré un recuerdo lindo gordita”, le había dicho.
“Los chicos se lo merecían. Fueron dos largos años sin gastarse las propinas en fiestas ni en salidas al cine. Dos años con navidades espartanas y cumpleaños con tortas caseras y los deseos de rigor. No puedo creer que Dios sea tan malo, ¿a quién le hicieron daño?”, contaría, en sólo unas horas, una atribulada Rosa de la Cruz, la directora del colegio.
...
Kilómetro 300 de la vía Abancay-Chalhuanca y el frío ya hace estragos. Acaban de penetrar los Andes y ese ariecito serrano que se cuela por las ventanas mal cerradas del segundo piso, le pone la piel de gallina a quienes no han podido pegar los ojos.
El bus va repleto, pero no todos sus ocupantes pertenecen al Colegio Santo Domingo de Carabayllo. La agencia de viajes prometió un viaje exclusivo; sin embargo, de los 52 pasajeros que a esta hora guardan silencio, sólo 39 van de viaje con la promo Ninan Sullka (joven de fuego). El resto es gente humilde como ellos y dos lunares pálidos: los médicos ingleses Laura Brithish Citizen y Michael Joseph Casey. Hasta ahí todo normal. El bus, se presume, va a 100km por hora.
La noche en la sierra nunca es morena. El cielo tachonado de estrellas, la luna como un queso gigante y las siluetas de Apus verdes y musculosos pintan el viaje aunque no haya Inti allá arriba. Por eso, algunos chiquillos siguen con los ojitos pegados en la ventana, restando minutos, imaginándose como será tocar la piedra de los doce ángulos, cómo será caminar por Machu Picchu, cómo será dormir en una cama de hotel, cómo será estar en un hotel.
Uno de ellos es Paulo César Cueto Astete. “César Cueto”, como lo baten sus compañeros, es un futbolista que promete. De hecho sus cualidades ya han sido reconocidas y forma parte de las inferiores del Cienciano.Pero eso era para pasar el tiempo y atraer las miradas de las chicas del Pre 1 (quinto A).
La verdadera pasión de Paulo era la cocina. Soñaba con ser chef y por ello no se perdía un solo programa de Gastón Acurio. “Ese gordito es un maestro”, decía en su casa de Comas, mientras tomaba apuntes de condimentos, clasificaba las especias y preparaba fusiones.
Ayer no más fue él quien preparó el almuerzo de despedida. “Era un ángel. Con sólo 16 años jugaba bien al fútbol pero, en el fondo, quería ser chef. Por eso se metió de lleno a estudiar inglés. Ya casi lo dominaba”, precisa, secándose su rostro húmedo y atocinado, su tío David Astete, segundos antes que el llanto le vuelva a ganar la partida.
“Hi, my name is Paulo. No, no, eso suena a brichero”. Paulo prepara la frase perfecta para el abordaje. Tiene que ganar una puesta hecha en el barrio. La mancha le ha dicho que de nada le servirá hablar como gringo porque se ve como paisano. Que no le creerán que una gringa le paró bola si es que no trae una foto en su celular. Pero no una foto cualquiera. No. Tiene que ser, mínimo, una en la que le den un piquito en la boca.
“Ya verán”. ¿Una foto no? ¡Diez les traeré y se morirán de envidia cuando las ponga en mi Hi 5… ya verán cuando…. ¡Cá –lla –té!, lo interrumpe Marlon Domínguez. ¿Puedes dejar de pensar en las mujeres y dejarme dormir Paulo? Paulito se sonroja, y le dice que sí, que por el momento pude dejar de pensar en ellas (en las gringas y los piquitos) porque ya va a su encuentro.
En la fila del costado (la primera hilera del segundo nivel con sólo un inmenso vidrio que los separa de la carretera) descansa Danina Solaidy. 16 años, integrante de la selección de vóley del colegio, el rostro más bonito de la promoción ( y por ende la chica más asediada), alumna aplicadísima y próxima a ingresar a la UNI.
“Quería ser ingeniera como su papá. Era una loquita, amante del deporte y de los números. Era mi gran amiga". Así la recuerda su confidente eterna, Cinthia Guerra Vega, quien no pudo ir porque le faltaron más de cien soles para llegar a la cuota del tour.
Campeona de matemática como Pablo y dispuesta a escuchar y dar consejos a todos, Danina dormía, dormía profundamente antes de que el bus llegara a la curva maldita. Kilómetro 391. El puente Santa Rosa está a la vista, son las 4.30 de la mañana y la muerte espera agazapada, camuflada por el ruido del río Pachachaca.
Es entonces cuando se desata el infierno. Como en la destartalada montaña rusa del Play Land Park, los que están despiertos sienten un intempestivo vacío en el estómago. El carro se ha despistado y va cayendo, rebotando. Ahora los sacude como si fueran palomitas de maíz en una olla de lata. Gritos desesperados. Horror a granel. Pedidos de auxilio que nadie atenderá y llamadas destempladas a mamás que a estas horas duermen sin sospechar lo que sus angelitos están sufriendo.
De pronto el chasquido seco. Los vidrios rotos, los asientos fuera de lugar. El carro es un acordeón gigante salpicado de sangre inocente. Lo que fue la cabina del chofer es ahora un pudín de fierros incrustado en la ribera del río. Se pisan entre ellos, salen despavoridos pensando que el carro va a explotar. Una vez fuera pueden ver la cara de la tragedia.
El bus es una mazamorra de metal, plástico y carne. Adentro, adentro han quedado, se ven claramente, los cuerpos inertes de algunos compañeros de clase.Llantos y maldiciones. ¿Qué pasó? ¿Por qué a nosotros? Nadie responde. Entonces los profesores deciden entrar al bus por sus muchachos caídos, pero ya es tarde. Pablo, Paulo, Danina, Bryan y Marlon no responden, no se mueven, no respiran.
Se quedaron atrapados en sus sueños.Tienen, aún, las sonrisas tatuadas en sus caritas como de guaguas serranas. Siguen pensando cómo declarar su amor, cómo conquistar a las chicas y ganar la apuesta del barrio. En el color más bonito para la tez de mamá. En que pronto acabarán las clases y no volverán a ser más esa patota de amigos del cole. La pesadilla nunca más los atormentará.
Pdta: Adriana Chuqui Yépez, una pequeña de seis años y el chofer José Ayulo también partieron a la eternidad esa madrugada del lunes 3 de diciembre. Cial, ocupa el puesto 16 de las 62 empresas que causaron accidentes de tránsito. De junio de 2006 a junio de 2007 reportó 10 siniestros. Siete muertos y 94 heridos. En el mismo lugar del accidente, el 30 de setiembre perecieron siete turistas colombianos.

lunes, diciembre 03, 2007

La muerte no te ha matado


Lo había advertido muchas veces. Quizá demasiadas en tan poco tiempo. Por eso, cuando lo susurró esa mañana antes de perderse tras el umbral del baño, ella no le creyó. Sonaba como un libreto más, como un monólogo devaluado y tantas veces escuchado luego que ella contestara lo mismo a la misma pregunta de siempre.

Que ya no lo amaba, que no podían volver a ser la familia de antes (o intentarlo al menos) que ya no sentía que su cuerpo se estremeciera cuando la tocaba, que sus besos ya no le sabían a nada más que nicotina y café. Que ella buscaba un hombre fuerte que no se quebrara y la amara un poco menos. “Tu amor me asfixia Juanjo. Ya no podemos seguir así”. Y así fue.

Pero se equivocaba. Juan José Fernández de Paredes (35 años, productor televisivo, lector empedernido de Borges, devorador de sudokus, ciclista sin metas y poeta de medio tiempo) era más fuerte de lo que ella pensaba. Porque matarse es cosa de hombres, no de cobardes ni burócratas.

Y ella, una vez más esa mañana, vio debilidad en sus lágrimas de boy scout. Olfateó miedo en esos pequeños espasmos, en esos arranques de niño, de un nene grande y hermoso que no quería perderla. Por eso fue que Juan José tocó el tema esa mañana. Mantenía la esperanza de que un “sí, te amo” o un consolador “Ok, nos daremos un tiempo más” mataría la idea suicida que esa semana estuvo martillándole la cabeza.

“Carajo, ¿por qué no puedes amarme más? O al menos como antes. Sí, sí, aunque sea como cuando me decías chiquito… ¿recuerdas? Necesito esa dosis para no joderme la vida…”, suelta con tierna furia, con un halo de impotencia. Pero ella, ella permanece imperturbable. Sigue leyendo el diario, sorbiendo esa humeante taza de café, contando los minutos que faltan para que esto acabe y, entonces, Juanjo emprenda su rutina, la misma jodida rutina de todos los días.

Despertar, ducharse, desayunar algo ligero, leer periódicos, comerse la máxima información posible en Internet, pautear el programa con Beto, invitar a gente para que Ortiz los desmenuce, invitar a otros por si alguien no se deja desmenuzar a último minuto. Tomar café, pensar si lo ama, llamar a los jodidos amigos que le han prometido meter auspicios al programa y hasta ahora nada. Aero Cóndor y Crisol, por ejemplo, fueron jales del propio Ortiz.

Llegar al canal, pensar si lo ama, subirse al timonel de Cállate Beto, dirigirlo con la prolijidad de un cirujano. Porque él sabe que aunque la antena de RBC es una estaca de hielo, los colegas lo ven, los anunciantes lo espulgan y ella, quizá ella se sienta orgullosa de que hoy tampoco hubo un error. Que todo salió impecable, como debe ser, como fue en cada una de las emisiones hasta ese fatídico 26 de noviembre.


La casa de Juanjo queda en el 267 de Octavio Bernal, una típica callecita de Jesús María con los típicos vecinos de Jesús María: una mezcla de gente rancia con apellidos heráldicos, matrimonios jóvenes alquilando piezas porque aún no alcanza para las ratoneras de Mi Vivienda, profesionales con dos empleos y un estrés del carajo, y viejitas calentándose los huesos en los parques.

Esa mañana, cuando Juanjo llegó a su casa (aproximadamente las 8.30 am) no se topó con nadie. Ninguno de sus vecinos recuerda haberlo visto ese día. Entró de frente a la cocina, jaló una silla, se sentó y la miró en silencio por unos segundos antes de decirle que la quería.

Que todo sería diferente. Que si quería que él sea más fuerte, pues entonces sería un Superman. Que si quería que no hablara tanto, pues entraría en cura de silencio para domesticar su saliva y sus pequeños demonios. Que si quería que no hiciera problemas por sonseras, pues él estaba dispuesto -ahí mismo- a prometer que no prometería nunca más.

Que ya estaba bueno de tanta vaina, que no quería aburrirla, que soñaba con esos días que caminaban juntos y con cara de tórtolos. Que pronto entrarían más auspiciadores al programa y, entonces, entonces se irían un par de días al destino que ella elija. ¡Puta madre!... que era la mujer de su vida y que le partía el alma saber como le hacia daño sin proponérselo, que por favor entienda que la vida no tenía sentido sin ella.

Que no podía sobrevivir a la rutina de verla y no poder besarla, de no inspirarle una caricia, de esperar por sus manitas haciéndole piojitos antes de quedarse dormidos. Que ya no aguantaba más chapotear en ese océano de indiferencia.

No hubo sonido, pero si una respuesta tácita. La misma mueca de fastidio de siempre. Las peladas de ojo, las expiraciones afectadas, las cejas en ristre y los ojos sin memoria. Porque cuando ella lo miraba así, él entendía que ninguna mujer que ama puede mirar con semejante furia. Fue entonces que lo decidió.

El tampoco le respondió. Se incorporó y fue directo al baño. Cerró la puerta y abrió el caño para que no escuchara su llanto y luego sus gemidos involuntarios. Sacó los pasadores de sus zapatillas y los pasó por el fierro de la ducha.

Respiró, se miró al espejo y no vio lo que todos veían: al más noble, tierno y apasionado de los amigos. A ese hombre grandote y recio que no tenía roche en llorar de emoción, como cuando le regaló una silla de ruedas a una niña de Pisco y la mocosa le dijo que lo quería mucho y que nunca olvidaría su cara de Gasparín.

Juanjo sólo vio lo que la muerte quería enrostrar. Se vio y se sintió fracasado. Solo, absolutamente solo en un mundo que había perdido sentido. Entonces recordó el poema de Luchito Hernández: “Perdóname el no haber muerto de amor por ti. Es imperdonable. Perdóname que mi amor no te ayude, perdóname que mi amor no te importe”. Lo recitó en silencio y lo repitió tres veces, esperando que, quizá, eso diera tiempo para que ella entre a preguntarle porqué se demoraba tanto. Le diría “Juanjo, mi amor, sal y conversemos”.

El agua sigue corriendo y ya no se escucha a Hernández. El grito de un reciclador de fierros y botellas la despierta de una pesadilla bárbara que la ha tenido dopada por más de una hora. Va al baño, pero la puerta está cerrada. Sólo entonces recuerda que hace más de dos horas el hombre que quiso ser Superman entró ahí hecho una mazamorra de carne. Toca la puerta. No hay respuesta. La patea, dispara puñetes contra la madera y sus nudillos se pelan, se tiñen de sangre. Nadie responde. Sólo el murmullo del agua desperdiciándose.

jueves, setiembre 27, 2007

Las faldas de don Jovino

ACTO PRIMERO
(Setiembre de 2006. Seis de la tarde de un día grosero)


¡Carajo!, balbuceó con furia descomunal Jovino y, por un instante, todos en la oficina pudieron ver esos dientes careados y deformes, esos ojitos de hiena mofletuda y enternada, esas manos -como de orangután albino- presas de un parkinson polizonte.

A un costado, su secretaria, amante, adjunta, masajista, acicaladora oficial y afines, esbozaba una sonrisa de gozo absolutamente maquiavélico (nota de redacción: ella no sabe quién michi fue Maquiavelo). Era su revancha, su vendetta soñada ver como el número uno del piso cinco cacareaba y ella era parte del despelote. Ese pataleo era una muestra bárbara del amor de su padrino, de su jefecito… de su papi lindo y pechocho. Ella se sentía Chelita y era feliz.

¡Ustedes tenían que evitar que Perú 21 publicara esa nota! ¡Para eso trabajan en la oficina de prensa! ¡Tenían que cuidar nuestra imagen! ¡Debieron impedir a toda costa esa nota! espetó el magistrado y sólo una voz se alzó para decirle que era un sinvergüenza. Que eso era apañar y que rotar al equipo de prensa a módulos de cono era un acto injusto y vergonzante.

El periodista andaba diciendo eso cuando el jefe de personal de entonces (un gay cuarentón que se entregaba con rigor a las clases de tae bo en un gimnasio de Jesús María) interrumpió para decir que no se podía hacer nada. Que todo estaba consumado y que todos (incluida la jefa de la oficina de prensa) se iban a los módulos de justicia de Ate, Villa María del Triunfo, El Agustino y Villa El Salvador.

Y así fue. El no evitar la publicación de una nota que daba cuenta de que Chelita estaba siendo investigada por cobrar cupos para meter gente al PJ, debía pagarse con sangre. Y así, los periodistas y la secretaria de la OPI terminaron chapando sus combis, subiéndose a moto taxis donde todo es chévere, y empolvándose los zapatos para luego foliar expedientes ante el desparpajo de jueces de quinta.

Mientras tanto, en el castillo abancayno se desataba la orgía perpetua. Jovino rotó al personal que no le hacía ojitos, convirtió en exclusivo el ascensor que antes era de todos los magistrados, se comía todo su cerelac y paleteaba -sin rubor y mucha maña- a la prosaica secretaria que había logrado colocar como administrador a su novio, merced, obvio está, a sus dotes de concubina sin roche.

Los meses pasaron y un nuevo número uno entró en la Corte, a la tremenda Corte. Jovino no tuvo más que despegar el póster de Bárbara Codina que adornaba su baño personalísimo (en el que intentó, sin fortuna, poner un jacuzzi en forma de lechón). Tuvo que cancelar la suscripción a Venus, recoger los espejos elefantiásicos en los que se reflejaban las nalgas pálidas de nenas palaciegas y sus manos peludas y agrietadas.

Ayayay, pero la suerte le tendió la mano nuevamente y él se fue hasta el codo y más al sur. Un problema vinculado a resoluciones espurias sacó del camino al presidente electo y a Jovino no le temblaron los pies. Corrió al vacío y sacó del camino al vocal más antiguo que debía asumir el cargo. “A mi que chu”, dicen que dijo el buen don Juan una vez sentado nuevamente en el trono.

Entonces se sintió poderoso e intocable, un verdadero padrino made in Paucartambo. Volvió a convocar a la secretaria que Odicma seguía investigando. Puso el póster en su lugar, tabiqueó la oficina con muebles más modernos y confortables y se rodeó de practicantes en minifaldas y blusitas con pechos generosos.

Él era feliz y enhiesto. Dicen que casi ni salía de su oficina. Llegaba más temprano que los guachimanes de Esvicsa y se retiraba en su carro oficial, envuelto en el aura juvenil que le prodigaban las chicas regias y dispuestas. ¡Horror! Decían las señoras secretarias del piso 5. ¡Esto es indignante!, susurraban los jueces timoratos. Pero nadie hacía nada. Jovino era el César y se sentía divino. El Hugh Hefner de La Colmena.

Intermedio (pueden ir por canchita y Kola Real)
“Puchi cana, que rica estás. Tú sabes que una secretaria tiene que tener una relación muy estrecha con su jefe. Ven, ven, no temas mamita, si soy como tu abuelo, como un abuelo chocho”. Decía el matador, pero al instante escabullía sus dedos encamotados en los escotes de las despachadas practicantes, de las chicas que había reclutado en sus clases de la universidad

“Carajo. Si no quieres entonces te vas. Detrás de tu puesto hay miles”, amenazaba mientras se sobaba la bragueta y uno no sabía si lo que se frotaba era su pene o la próstata tratada en el Rebagliati.

“Te quiero comer todita. Conmigo puedes trepar alto. Subir para arriba. Hacer carrera. Una orden mía y entras a planilla. Dime mamita ¿en qué juzgado te gustaría trabajar?”, se atoraba con su saliva, en tanto las sentaba en sus piernas para darles el dictado y que lean las normas de El Peruano.

Y así estuvo, metiendo mano, corriéndosela en el baño, mirándole a los ojos de Bárbara y viniéndose en el Kleenex, hasta que se topó con una con tetas y escrúpulos. Con una alumna con cuerpo de vedette, pero con dignidad y agallas para decirle no al Badani ochentero y con osteoporosis.

“Viejo de mierda. Te cagaste. Te voy a denunciar. Enfermo sexual. A mi no me vas a tratar como una puta”, cuentan los guachimanes que alcanzó a decir la veinteañera, mientras Jovino se subía los pantalones. Sólo había pedido una humilde chupadita.

ACTO SEGUNDO
(Setiembre de 2007. Seis de la tarde de un día glorioso)


El periodista que hace un año le dijo sinvergüenza en su cara ya no está en la corte, pero dentro de poco tampoco estará Canallibas. La bomba que reveló Caretas hace dos semanas ha sido el martini que rebalsó el vaso.

Ahí está. Sentadito. Arrellanado en el water, mirando, leyendo el semanario. Pero esta vez no se está masturbando con la calata de las páginas finales o con las modelitos de la central. No, que va. Canallibas ahora la tiene hecha un budín. Suda frío, las manos le tiemblan más que cuando tocaba los senos duros y rosaditos de las estudiantes.

“Carajo”, grita, pero esta vez no hay nadie que le mire los dientes de utilería, la mierda revuelta que se transluce en sus ojos vidriosos. Lo único que tiene al frente ahora son las fotos y testimonios de la niña que no quiso ser su mujer. Y entonces recuerda el diálogo de aquella mañana. Pero en ese recuerdo también aparecen los senos y los labios de la denunciante. Y entonces Jovino se olvida de todo y se pone duro de nuevo.

“A mi que chu”, espeta de nuevo. Sabe que es su palabra contra la de la “cosita rica” que a ese pechito se le escapó. "Lo peor que puede pasar es que me saquen del puesto", piensa y una ligera sonrisa aparece por su rostro atomatado y disparejo.

“Doctor, doctor, lo llaman los periodistas”, escucha mientras se hace la paja. “No me cortes. Bueno, si quieres pasa y ayúdame", dice y Chelita -la consorte incondicional- abre la puerta. “Hay doctor, usted ni con esta situación deja de ser tan calentón”, alcanza a decir, antes que Jovino la obligue a decir que él la tiene mejor que la de su novio, el administrador.

“Ahhh, esto es vida, nadie me puede quitar lo bailao”, balbucea mientras se enjabona las manos. Se acomoda la montura de carey y se engomina las canas.

“Señores periodistas, antes de hablar, quiero decirles que todo es una tramoya armada para sacarme del puesto. No se puede jugar con la dignidad y el prestigio de un magistrado que siempre….”, Jovino habla, los flashes se estampan en su rostro cetrino y atrás, a dos metros del bacanal mediático, Chelita se junta las tetas, se acomoda el Leonisa y se abotona la blusa.


OTROSIDIGO:
Cualquier parecido, semejanza o clonación con la realidad es (o puede ser, quien sabe, ojala) una mera coincidencia. Basado en hechos reales que un tipo quiso ocultar. Él pensó que nunca le moverían la alfombra de esa oficina donde le daban la papa a la boca y paleteaba a diestra y siniestra, pero se equivocó... ya todo acabó.

martes, julio 17, 2007

César Lévano y el pollo a la brasa


Ahí está. Dentro de esa oficinita de tres por cuatro, mal alfombrada, climatizada para parecer ficha, con un amplio escritorio puesto ahí, en el centro, para que el don se sienta señor, para que cumpla con cabalidad y señorío sus menesteres de fedatario periodístico y chicheñó rentado al humalismo.

Ahora no alza la voz ni contradice a su patrón (sí, a uno de esa estirpe a la que antes enfrentaba en las calles y a la que abofeteaba groseramente en sus columnas). Con los años el coraje se le fue adelgazando y cuando le dijeron para ser director de La Primera, su honor era un estropajo anoréxico y su orgullo era la última presa del alzheimer. Entonces fue fácil. Dijo que sí a todo, siempre que lo dejaran desparramar en su columna sus desventuras y miasmas ideológicas.

Que no lo incomodaba que le dictaran las portadas, que no lo sonrojaba que su redacción estuviera infectada de los Wolfenson boys, que no le marcaba pica que sea el mismísimo Martín Belaunde quien armara las noticias, que no le importaba nada más que salir del ostracismo, de esa caverna silente en la que se hallaba hace algunos años. Que le valía madre todo si eso significaba que lo dejaran escribir sus desvaríos sindicales. Que le importaba un rábano alquilar su nombre para el pasquín de Ollanta Humala si la quincena llegaba gorda y sin demora, igualito nomás que un pollo a la brasa pedido al Rockys por delivery.

Lévano, César Lévano se llama la última víctima de la quincena al día, el más reciente hallazgo de un cadáver que no se da cuenta que ha muerto. Así se llama la más reciente prueba de que el periodismo puede ser el más vil de los oficios. Se trata del ejemplo imperfecto que todo tiene un precio, que el hombre de prensa es una presa bárbara, como un hot dog dispuesto en una pulpería.

Así es él. Se tapa los ojos sin que sus orejas se le pongan rojas por el estupor de las páginas que vomita el diario que "dirige". Naca la pirinaca, como dicen las tías mofletudas del Sutep cuando les dicen que deben dar examen para ver si pueden dar clases.

Esta imagen de Lévano no es ni la sombra del profesor que conocí en San Marcos. Esta versión humalista dista mucho del pequeño hombre que descubrí en mi primer año en la universidad. El de esa época hablaba con orgullo de su estirpe dirigencial, vociferaba con su voz de flauta sobre la necesidad de morir con la frente en alto y los bolsillos vacíos si eso nos libraba de la afrenta.

Por eso, al Lévano de La Primera dede haberle pasado la factura una osteoporosis brutal o su dignidad debe andar chapoteando debajo de esa catarata impune llamada olvido o "a mi que chu". Pone su foto con esa sonrisa de jubilado en la cola del Multired, y escribe sin pudor en su columa sobre la necesidad de apoyar a los maestros que no quieren ser evaludos, porque si no "los alumnos y los padres de familia saldrán a las calles a apoyarlos y el país se irá al abismo".

¡Diantres! Lévano se ha caricaturizado solo en ese pasquín que ahora es medio de propaganda del comandante díscolo. ¿En dónde quedó su orgullo? ¿a dónde fue a estirar la pata su decencia? ¿En qué pantano trastabillea, con la cabeza gacha, el honor que perdió cuando hundió el índice en el contrato nacionalista?

Que se vaya a la mierda el periodismo de tu generación, César Lévano. Que se vaya a la mierda porque eres el segundo tránsfuga de ese pelotón que a algunos nos animó a estudiar periodismo. Porque una cosa es trabajar para Humala para saciar el hambre, pero otra cosa es ser sinvergüenza y disfrutar, como tu disfrutas, con esas barbaridades prosenderistas que escribes. Tú, como tu jefe Humala, quisieran que el país se descalabrara para poder decir "tenía la razón"

Con todo respeto señor Lévano, flamante asalariado de Ollanta y Nadine,... ¡Váyase usted a la mierda!

domingo, junio 17, 2007

De cocina gourmet y otros menjunjes


Miro la carta y busco algo familiar para pedir y no hacer roche, pero es imposible. Sólo aparecen párrafos ininteligibles para este cronista acostumbrado al cariño y pragmatismo de los agachados y huariques limeños. Letritas en italiano y francés, sazonadas con un aquelarre de consonantes y vocales sobre especies andinas, logran lo que no pudo la altura del Cusco (con s): marearme.

Ahora estoy sonriendo y asintiendo con cara bobalicona sobre algo que mis acompañantes de mesa murmuran, pero que yo desconozco… mayormente. ¡Diantres! ando en la página tres de la cartita del Incanto y no encuentro ningún plato que mi paladar recuerde. Y eso resulta incomodísimo, sobre todo porque a mi derecha, (el dueño del restaurante) y a mi siniestra (la dueña de esta revista) ya pidieron gnocchi alla panna di rocoto con gamberetti (traducción: ñoquis a la crema de rocoto con camarones) y un lomo de alpaca (sin mayor traducción, of course, pero a mi la alpaca no me va).

El mozo me mira. ¿Qué pedir? si no entiendo muy bien el rollo de lo novo andino y la comida fusión. ¡A mi que me traigan un ají de gallina!, pienso, pero callo y espeto -con la suficiencia de quienes no se sorprenden con la carta-: “lo mismo que a Rafael (Casabone)”. Ahora el que asienta la morra es el mozo. He pasado piola.


Incanto es deliciosamente precoz. Hace un mes cumplió su primer año, pero en ese corto tiempo ya ha tenido en sus mesas (merced a su chef, Juan Barreto) a los turistas más exigentes, a quienes más que buscar comida que no indigeste olfatean por las cartas de primer nivel, a esa sarta de comensales que se dejan llevar por el Lonely Planet (la Biblia del viajero informado) antes de chasquear los dedos y llamar al maître.

Y es que así funcionan las cosas aquí. En esta ciudad con dos Pachacutec (uno más telúrico que el otro) y de tránsito desbocado (pandemonio provocado por la alcaldesa de turno), no son los suplementos locales sobre cocina los que marcan la pauta a la hora que el hambre apremia.

“Acá no eres nadie hasta que no apareces en algún traveling book que se respete. Somos un destino turístico caro. Al Cusco viene gente culta, acostumbrada a una oferta culinaria top y, felizmente, ahora podemos ofrecer un auténtico circuito gourmet”, cuenta Rafael, el limeñito que hace diez años se cansó de jefes incompetentes y decidió fundar, a fuego lento, su propio imperio.
Es medio día. Hace tres horas que bajé del avión y recién he recalado en un restaurante de los que me recomendaron en Lima (tengo una lista larga). Sin embargo, decido ir a la plaza en busca de una fuente directa, lejana de clientelismos y libre de la moda impuesta por algunas gacetillas escritas con el dedo meñique. Libre de prejuicios bricheros, decido poner a prueba el inglés que me enseñaron en un instituto de la avenida Arequipa.

Tras media hora de conversa con turistas ingleses, suizos, estadounidenses y franceses, (y con datos obtenidos previamente del cuartelero de mi hotel) tengo dos cosas claras. La primera: mi lista de restaurantes ha sido mutilada. La segunda: debo matricularme en un instituto un poco más serio.

Casi todos coincidieron. Incanto, Inka Grill, Map Café, Greens, Macondo, Tango Beef y Cicciolina son la voz en el centro. En tanto que Sol y Luna, Casa Andina, Crèpes y Extras, Huacatay y 3 Keros son los puntos en el valle. Esos son los búnkeres del boom culinario que sorprende a quienes llegan en vuelos comerciales, y a ese influyente pelotón que aterriza en avionetas y renta el Hiran Bingam para pasear como Dios manda… y su billetera aguanta.


Inka Grill queda al borde de la mismísima plaza de armas, más precisamente (como dicen los cusqueños) al lado de un restaurante que no obstante su sospechoso menú de ocho solecitos, tiene varias mesas vacías a esta hora. Es la una de la tarde cuando entro al feudo de Teodoro Ponte, el chef y responsable de que hace más de nueve años el Inka Grill ande repleto.

Doy una rápida leída a la carta y esta vez decido poner el dedo sobre la oferta novo andina para elegir, al azar, mi segundo plato del día. Levanto el índice: “”tiradito de trucha con refrescante sorbete de ají amarillo y puré de camote al kion”. La boca se me hace agua y mientras espero, paso revista a las caras de los gringos para auscultar cómo les sabe la sazón de Ponte. Y bueno, resumiré diciendo que los comensales ponen la misma cara de satisfacción que Gastón muestra cada vez que prueba platillos en la tele.

La trucha ha estado fresca y lo mejor de todo es que no hubo cuenta al final de la merienda. Me despido del rollizo cocinero, mientras éste trata de persuadirme de que me quede. Me dice que no puedo irme sin probar su rissoto de quinua o su ají de gallina. ¿Perdón? ¿Dijo ají de gallina? Ponte sonríe y yo estoy a punto de llorar.

El siguiente punto es Macondo. Adentro es imposible no darse cuenta que el dueño tiene una adicción demoníaca por el pop art. Se trata de una suerte de híbrido entre Santa Sede y el atelier de un pintor jubilado. He venido por la alpaca mignon de la que tanto presume este predio y a la que tanto me he resistido. Doña Norma se deshace al saludarme, pero recupera la compostura cuando una pareja danesa pide pisco sour. Ella es la madonna detrás de una barra que parece el altar dispuesto a la lujuria.

La comida sólo ha durado 20 minutos en el plato. Y no era que tuviera mucha hambre que digamos, pero la sazón de este búnker del realismo mágico es digna de vivirse para contarse. Me levanto y pido la cuenta, pero es imposible. Normita me mira con cara de pocos amigos. Es hora de ir a descansar. En la noche me esperan el Greens y el selecto MAP Café.

Hoy no hubo duchazo y sospecho que los 3 grados centígrados tienen algo que ver. Subo las escaleras que dan al Greens y ya arriba me da la impresión de estar en uno de esos cinco tenedores de Conquistadores. La decoración es minimalista y la carta orgánica por antonomasia.

Esta vez dejo que el mozo pida por mí, pero al rato ya estoy arrepintiéndome. Debí decirle que me trajera algo ligero nomás, para no enfrentarme a esta generosa costilla de cordero que se ve tan crocante, que se ve tan contundente, que sabe tan sabrosa, que ya no está. Las francesitas a las que salve de un estafador al paso tenían razón. Greens es otra cosa.


Y aunque los fettuccine de espinaca me tentaron a quedarme, decido hacer espacio y ahogar mi apetito en una cusqueña heladita. Mi siguiente cita es en el restaurante más exclusivo de la ciudad: el MAP Café. Se trata de una enorme urna de vidrio anclado en el patio de la casona donde funciona el Museo de Arte Precolombino.

¿Herejía cultural? Para nada. Se trata de una propuesta gastronómica enlazada con el entorno. Basta una rauda ojeada a la pequeña carta para darse cuenta que de lo bueno poco. De tanto recalar en restaurantes gourmet ya he cogido algo de cancha y me doy el lujo de hacer esperar al mozo mientras decido si pico el pollito relleno con pesto andino (con una guarnición de puré de choclo en salsa de aceitunas de botija) o el pollito crocante con quinua. ¿Debo contar que pedí los dos?

El encanto del valle
No sólo la naturaleza del valle del Urubamba es una delicia para los visitantes. Bastó un poco de olfato para que un grupo de visionarios ofreciera ahí nomás, sin necesidad del viaje de una hora al Cusco, una cocina de altura. Prueba de ello son las cartas de los hoteles Sol y Luna (a cargo de Nacho y Gabriel Fedel) y Casa Andina (el caporal de su cocina es Pepe Pareja). Si en la primera estancia el huésped puede escapar de lo novo andino para probar una cocina fusión 80% original, en la segunda, sus medallones de res o carpaccios de alpaca son una auténtica tentación.

Pero no sólo los hoteles marcan el paso del circuito gourmet del valle. Huacatay (auténtico huarique que fundó el gentil Pío Vásquez), 3 Keros (donde el buen Ricardo Behar ofrece unas costillas de cerdo imperdibles) y Crepes y extras (de ese personaje digno de un cuento ribeyreano que es Oscar Artacho) completan el abanico del circuito gastronómico al pie de esas montañas que parecen manos de gigantes esperando por los cubiertos.

La última noche
Regreso del valle y me recibe el Cusco nocturno. La urbe más cosmopolita de América, según los operadores turísticos; el territorio sacro, a decir de los rezagos de la panaca, o el paraíso de la juerga, si oímos a los escolares en viaje de promo y a los turistas mochileros. Todo depende de quién mire.

Y yo miró, por ahora, la lista que escribí en la plaza de armas el primer día. El recorrido por el rally gastronómico más alto del mundo no está completo. Cicciolina y Tango Beef me esperan. La faena se cerrará entre albahacas andinas, carne rioplatense y guisos mediterráneos.

Tamy, la bella australiana dueña de Cicciolina, dice, sin pelos en la lengua, que puso el local como una terapia. Y es que antes de que la Cicciolina abriera no había nadie que ofreciera lo que ahora –a mi lado- una pareja española suelta sin reparos: “es como en casa, como en Madrid”.

Y sí, este aparte ofrece la cava más completa de la ciudad y una variedad de tapas y comida mediterránea que son un respiro entre tanto plato con aroma a eucalipto. Pero si de antítesis a lo novo andino se trata, nada mejor que Tango Beef. Una joya que hallé en un sótano de la calle Suecia.


Abajo la música es de Gardel –el maestro de ese sentimiento triste que se baila-. Las mesas son moles de madera, la luz es tímida y el horno es un demonio a un lado de la barra (llena de Novecentos y López) que sólo Sengo Pérez puede domesticar.

Al uruguayo hincha de Peñarol y fotógrafo de Efe, no le gusta que le digan parrillero, pero sin duda lo es. Nunca un bife tan en su punto. Nunca unas carnes tan generosas. Tango Beef ha heredado la filosofía del Juanito de Barranco: tiene cinco platos, no tiene teléfono y no acepta tarjeta de crédito. Y obvio, es el rincón para la bohemia, para esperar que se derrita la luna y para despercudir el alma de actitudes burguesas. En la radio suena Sabina y yo pido otra botella de vino. Esta vez el cronista invita.
(Crónica a publicarse en la edición 50 de Rumbos)

sábado, junio 09, 2007

El tenor criollo

¿Cómo es posible que tú (tan delgado, tan niño bien) puedas "con una respiración profunda y un poco de apoyo" mantener en vilo a las plateas de Milán, Nueva York, Tokio o Lima, con esas arias que sólo acaban cuando decides que ya está bueno y no cuando tu diafragma parece estallar o tu rostro atomatado lo exigen?
La respuesta es la misma que se esgrime cuando algún latino conquista el éxito y le tapa la boca a esos ganapanes que siguen pensando en Sudamérica como un puñado de patrias bárbaras, como una tierra ignota que sólo puede exportar realismo mágico, quimbosos centrodelanteros y carteristas a granel.
¿Que cuál es la fórmula? Pues son varios kilogramos de perseverancia, de talento innato y, para no variar, una tonelada de indiferencia estatal, adversidad que sólo los genios logran convertir en estímulo.
Érase una vez...
Todo se inició cuando eras apenas un mocoso con pretensiones de estrella roquera. Te la creíste tanto que formaste junto a tus amigos de barrio una banda que ni siquiera tuvo tiempo de bautizarse. Eran los tiempos en que pensabas estudiar humanidades en la Católica; Sin embargo, el premio en el Festival de la Canción por la Paz te hizo volver sobre tus pisadas y seguir los consejos de tu primer maestro (¡vaya que has tenido varios!), Genaro Chumpitazi, quien -admítelo que nada te cuesta-..., ¡te descubrió!
Y sí, porque fue en las clases de canto de tu alma máter, el Santa Margarita, que dejaste de ser el chico de clase media que tarareaba a los Stone, e iniciaste el camino hacia el estrellato del bel canto. Allí se tejió tu destino. El cambio fue difícil. Tuviste que abandonar las burguesas callesitas de Miraflores y sumergirte en el sinuoso cercado. Tu nuevo destino: el Conservatorio.
En ese templo descascarado te presentaron formalmente la ópera y sus compositores más reputados. ¡Claro!, tú ya sabías de Wagner, Beethoven, Mozart y algunos más de esa cofradía de alucinados, pero fue allí que Andrés Santa María (tu segundo maestro) logró convencerte: ¡Lo tuyo es la lírica, muchacho! Y tú, aún humilde (un poco más de lo que eres ahora), asentiste con la cabeza. Acusaste recibo.
Cuando te diste cuenta que tocabas techo en la casona de Carabaya, emigraste al Instituto de Curtis en Filadelfia. Pero allá las cosas no salieron muy bien. Varias veces aseguraste que no aprendiste nada de sus maestros. Pensabas que estabas listo para dar el gran salto y conquistar el mundo con tu voz de otro cuerpo, hasta que en 1994, durante unas vacaciones en Lima, Ernesto Palacios te bajó al llano. Tenías una voz divina, pero cantabas todo igualito. Pero tú no tenías la culpa, los gringos te enseñaron que las tragedias y las farsas se coreaban igual nomás. Pensaban igual que Kraus, que había que "meter toda la voz para adelante" y punto.
La cosa fue tan grave que Palacios decidió rescatarte ante el inminente riesgo de que te convirtieras en una promesa más que nunca llegaría a buen puerto o, en tu caso, a un buen teatro, a codearse con el mismísimo Pavarotti.
Desde entonces cogiste el hábito -lo haces hasta ahora- de grabar en casetes tus conciertos. "Todo es susceptible de mejorarse, creo que canto lindo, en su punto, pero luego en casa descubro errores, altibajos que debo eliminar", le contaste hace tiempo a una revista de Milán.
Y vaya que Palacios tuvo razón en rescatarte. Ahora te has convertido en el tenor ligero más importante del circuito lírico, gracias a esa garganta rossiniana que te augura destronar al rollizo tenor itálico y, cómo olvidarlo, merced a uno de esos actos fortuitos en los que se mece la oportunidad.
El tenor de una ópera de Donizetti que se iba a presentar en el Covent Garden tuvo un contratiempo y Carlo Rizzi, el propio director, te mandó llamar. Te preguntaron si podías con el papel. Entonces te salió la criollada que te enseñaron en Lima tus padres jaraneros. Pediste el guión para ver si podías, pero no leíste nada. Te crujían las piernas, te mordiste los labios, ahogaste el temor y les dijiste que sí, que no era cosa del otro mundo. Esa noche, en Pesaro, empezó tu ascenso. Después de escucharte, la Scala de Milán pidió tu carta pase. Te convertiste en el centrodelantero más quimboso de su historia.
No eres un divo, no podrías serlo jamás. Esas encerronas que armaban tus viejos en tu antigua casa miraflorina te curtieron el alma, te vacunaron contra las actitudes burguesas y las brutalidades de la fama. Ahora preparas un disco homenaje a la música latina, donde casi el 80 por ciento será peruana, y aunque a veces posas como un divo y tienes una niña con aires de pasarela, entiendo que lo haces sin querer, son gajes y recompensas del oficio. Nada personal.

Crónica publicada en El Peruano y reproducida en:

martes, mayo 22, 2007

Yo soy scout!

Parte primera

Lo admito, el día que me puse la pañoleta scout me dio roche. Me dio penita (como dicen las chicas huequis que se embriagan con la plata de papi en Asia) volver a casa con ese retazo de tela envolviendo mi cuello, casi casi como mi mamá. Claro, como cuando mami se iba regia y oronda con su chal chileno a jugar canasta a casa de la tía Yanira.

Recuerdo que quise quitármela acabada la primera reunión scout a la que iba -y en la que juré portarme bien, poner la otra mejilla, hacer una buena acción diaria, ser digno de confianza y no sé que otras cosas más-, pero Miguel Hugo (infatigable y rollizo amigo de infancia) me miró de reojo y adivinando mis paganas intenciones me susurro al oído: “Te está mirando. No voltees, Alessandra te está viendo”.

¿Y quién era esa silente observadora que prolongaba mi penita? Pues era la niña que había jubilado mi afición por Meteoro y los Transformers. Era una mocosa linda y agrandada con ojitos de chocolate y cabello de manzanilla. Ella era el verdadero motivo de que esa tarde sufriera un proceso de mimesis con el pájaro carpintero y que me valiera madre las amenazas de los amigos de cuadra: “Nosotros no jugamos con gay scouts”.

Pero volvamos al intento por despojarme la pañoleta. Bueno, eran las seis de la tarde de un sábado de 1987 y el silbato había dado por terminada la reunión scout en la canchita 24. Entonces, casi al instante, urdí la forma más solapa de quitarme el corbatín tricolor, pero ¿cómo sacarme la pañoleta si ahora ella andaba oteándome? Seguramente cuchicheaba con sus amigas de patrulla lo bien que me asentaba el uniforme, lo mostro que se me veía con mis insignias y pañoleta, lo lindo que lucía con mi banderín de los Toros (¡Con cachos y sin cachos siempre machos!).

Y es que esa tarde dejaba de ser el chiquillo anónimo que rondaba todas las tardes con su bici por la casa de Alessandra, tras conseguir la visa materna con las excusas más inverosímiles que un niño de 9 años puede inventar.

Ahora era diferente. Ella me veía. Bueno, al menos eso era lo que me había dicho el buen Hugo, y yo no quería voltear para confirmar su versión por temor a volver a ser el voyeur clandestino que se desviaba 500 metros cuando iba al mercado, sólo para pasar por la puerta de su casa y verla… verla aunque sea sentada en su escalera, suspirando con cara de boba y tomada de la mano del monigote que fungía de su enamorado.

Ni modo, tuve que tragarme mis prejuicios pueriles y caminar sin chistar. Emperifollado como un pequeño lord Baden Powell recorrí las diez cuadras que separaban el parque de mi casa.

A mi lado iba el jefe de tropa, Alberto Pachas, que vivía a la vuelta de mi humilde morada. Mister Pachas me contó en esos 10 minutos que duró el trayecto, la historia entera del escultismo y creo que hasta le quedó tiempo para recitarme de memoria las veinte formas de hacer un nudo con la misma drisa y con los ojos cerrados.

Y si a él le faltó tiempo para adiestrarme en esas cinco cuadras que me separaban de mi guarida, para mí, en cambio, esos minutos fueron los más largos de mi corta existencia. La tierra no me tragó ni cayó el aguacero que imploré a las ánimas del parque de las brujas.

Así, en el camino tuve que soportar con estoicismo la burla de mis "amigos" de cuadra, pequeños canallas que pararon su pichanguita en la pista sólo para abuchearme, para decirme sandeces como: “que lindo el exploradorcito”, “cuidado, cuidado que la pelota le caiga al niñito bueno”.

Pamplinas. Quise ir a encararlos, quise meter varios rectos de derecha en las mandíbulas de Coco, Pancho y compañía, pero el buen Pachas lanzó un dardo verbal que anestesió mi ira. “Esa es la diferencia entre ellos y ustedes. El scout se muerde la lengua antes de humillar o agredir al prójimo. El scout no tiene espacio para la revancha”.

¿Por qué dijo eso? Si se hubiera quedado calladito los habría agarrado a trompadas, les hubiera sacado la chochoca (¿ya no se usa esa frase no?), habría tirado su preciosa pelota Tango al jardín de la señora Rivas (cincuentera que se jactaba de haber desinflado unas 500 pelotas en poco menos de diez años). Los habría puesto en su lugar en un san quintín.

Pero lo que más me molestaba no era que me insultaran. Lo que desbordó mi ira fue que le faltaran, de taquito, el respeto a ese señor que hace 15 años dedicaba su vida a domesticar el espíritu de cientos de mocosos que, como yo, no entendíamos para que miércoles servía ser scout... ¿qué diantres sacabamos con portarnos bien?

martes, mayo 15, 2007

Sante Néctar!!!


El arbolito de Néctar tuvo que ser tocado por esa comparsa de pitucos misios llamada Joselito y su banda para que las chinas tudelas lo bailaran sin roche, sin pica pica, sin paltas por mover las caderas igual que la natacha de casa. Igualito nomás que esos cientos de cuerpos cetrinos y sudorosos que en La Balanza -chichódromo insignia de la carretera central- dejan el alma en cada estrofa desgarrada mientras destapan una chelita al polo.

Corría diciembre del 2000 y las radios de la amplitud modulada perdían los papeles y se llenaban las alforjas con el fenómeno musical de Jhony Orozco, ese cholo de acero inoxidable que algunos meses antes tuvo las agallas y la dignidad para decirle no al mismísimo Esparza Zañartu de Fujimori.

Por eso, no obstante ser el grupo más popular de entonces, Néctar no pisó las diabéticas tarimas donde retozaron sin sangre en la cara Raúl Romero, Rossy War o el desaparecido grupo Euforia. A diferencia de ese trío de escorias musicales que mantenían cierto arraigo en el pueblo, la comparsa de Orozco prefirió coger sus chivas e irse para la sierra, perderse entre pueblitos y capitales donde jamás les pedirían cambiar la letra para chancar a García o Toledo. Prefirieron el exilio andino, antes que hacer zapatear al tirano.

Ese es, a mi modesto entender, la enseñanza más grande que nos deja el grupo de Orozco. Más allá de un hit que logró mover a las tías happy our del Regatas o el Pacífico Sur (a ver si después de eso decían “música de cholos”), más allá de la calidad musical que en su género seguramente tuvo (los entendidos dicen que eran virtuosos), Néctar deja el sabor de la decencia musical, de la perseverancia sin maleteo, de la lucha sin malas mañas, del arte sin ensartes.

Por eso duele su partida y más aún por la forma trágica en que se dio. No me sumo al homenaje descompasado y arribista. Lo hago como catarsis, como un mero recordatorio de que se puede llegar a ser grande, exitoso, lo mejor, sin necesidad de la puñalada, del lobby con el demonio y el desprendimiento del honor. Y es que vivir sin él da asco, tanto como el que dan esos periodistas que agachan la cabeza por la quincena al día. Así no juega Perú.

El Dato:
Néctar, cuyos integrantes fallecieron el domingo 13 en Buenos Aires, se formó el 24 de junio de 1995 con la misión de rescatar la corriente costeña de la música chicha. Su director y vocalista, Jhonny Orozco, supo imponer la mística del grupo durante los años que duró la fiebre de la tecnocumbia. En el accidente también murieron Juan Marchand ‘Calín’ (batería electrónica), Daniel Cahuana (primera guitarra), Ricardo Hinostroza ‘Papita’ (tumba), Pascual Rayme (piano), Miguel Porras ‘Chimbotano’ (timbales) y el animador Pedro Saavedra. Otros dos peruanos que radican en Buenos Aires y que allá se unieron al grupo también murieron. Ambos habían reemplazado a Julio Gómez (bongo) y Julio Caycho (segunda voz). En la lista de fallecidos se encuentran también la empresaria Myriam Onillo, su socio Juan Murillo y su hermana Lidia.

lunes, abril 23, 2007

Donde se duermen... tus ojos chinitos



PARTE PRIMERA (Lo siguiente tiene lugar entre las 5.50 y las 6.10 de la mañana)

Cho Seung Hui se mira al espejo y no encuentra lo que busca en el vidrio. Sólo rebota la imagen de un espantapájaros médium made in Seúl, un rostro que a su juicio le parece indecente y sin la más mínima chance de enamorar a esas rubias con tetas de hule que coquetean en Internet, a alguna de esas meretrices virtuales que degolla en sus sueños húmedos por atreverse a cobrarle el polvo.

Piel cobriza como el cuero de las carteras donde las chicas ricas del Virginia Tech guardan celulares y los preservativos que jamás usarán con él. Ojos de hamster enfermo, semejantes a los de esos peces infelices que chapotean en la inmunda pecera del Wa Lock. Su cabeza es una parcela casposa invadida por mondadientes azabaches que fungen de cabello.

Se odia cuando se ve al espejo, pero lo hace para recordarse lo que no es. Para que su memoria no naufrague como cuando se traga los ansiolíticos y entonces el Shogun sangriento que es, se convierte en un pekinés amaestrado, en ese muchacho adicto al play station y al baloncesto, en ese corderito oriental que saluda a todos con una sonrisa bonachona que lo hace ver cien mil veces más chino, cien mil veces normal.

Por eso ya no toma los cócteles que domestican al gato fiero que lleva adentro, a ese Mesías inconsciente que las últimas dos noches lo ha sacado de la cama para repasar los versículos más enrevesados del Apocalipsis, para ver por octava vez Old Boy, obra maestra de Chan Wook Park, filme que a su juicio no tiene al protagonista indicado. Él mataría mucho mejor -piensa- y sin los rubores bobalicones que sacuden como espasmos éticos a su compatriota crespo.

Son las seis de la mañana, media universidad aún duerme, pero él no ha podido cerrar los ojos en toda la noche. Está sobre su cama, arrinconado y en cuclillas. Sólo viste un boxer raído que deja al descubierto sus piernas de alambre. Cho transpira, respira, su cuerpo color kión hace agua por todos lados y traga saliva cada vez que en su cabeza aparece el shogun para increparle su cobardía, para decirle que ya esta bueno de tanta vaina, que llegó la hora de ver si es digno del encarguito. Debe concretar la misión sagrada: fumigar el campus de esa pandilla de chicos ricos que se burlan de su estirpe oriental, de esa cofradía snob que imposta todo para no parecer nada, de ese ramillete de barbies de carne que lo mira como bicho, con el mismo asco con el que George Bush contempla a los latinos.

"¿Dónde está mi novia?" se pregunta varias veces en un monólogo torpe que sólo interrumpen sendos cabezazos contra la pared, mientas en su frente nacen pequeños riachuelos de sangre que invaden las acequias del sudor, que se mezclan con la baba que resbala de sus labios de caricatura.

Cesa el interrogatorio y se escucha el final de Precious Declaration de Collective Soul en la radio. Se para, camina bamboleándose hasta el baño. Se queda desnudo frente al diminuto espejo que desata su demencia entre losetas y listerines y dice “¡Sí señor!, estoy preparado”.


Entonces vuelve a la habitación, saca un disco de la mesa de noche y lo pone en la lectora de su pequeño reproductor. La desgarradora y cursi melodía de No tienes que decirme que me amas, de Dusty Sprinfield, invade la habitación. A un lado de la cama, Cho tararea la canción, derrama algunas lágrimas y carga sus dos pistolas automáticas. No le gusta Marilyn Manson, lo desencanta su mariconada.



PARTE SEGUNDA (Lo siguiente tiene lugar entre las 6.11 y 7.19 de la mañana)

Cho ha decidido que su primera víctima sea un asunto personal. El objetivo se llama Stephanie Derry, una atribulada y celulítica mujercita que usa braquets y con la que comparte clases de escritura. Va por ella.

A esta hora de la mañana unas golondrinas obesas revolotean con torpeza en el campus universitario. En realidad, son casi lo único que se mueve entre esos almacenes grices que fungen de facultades, entre esos inmensos jardines donde ayer nomás Cho pisaba tulipanes y escribía entre carcajadas impropias el guión de una nueva pieza de teatro.

Sin embargo, ahora todo es diferente. Cho no ríe, tiene el rostro adusto, las manos se sacuden compulsivamente y en su cabeza comienzan a salir, como en un écran diminuto, los créditos de una película que él está a punto de empezar a rodar.

Viste pantalón y casaca negra y debajo de esa campera esconde dos pistolas automáticas con las que pondrá punto final a la saliva bobalicona, al verbo ignorante y lascivo de quienes no lo entienden. Matará canallas, un buen puñado de monigotes que engordan con Mc Donalds y Burger King.

El primer punto es el West Ambler Johnston Hall, y a despecho de lo que dirán algunos sobrevivientes, Cho no va primero en búsqueda de Emily Hilscher, la chica que cruza las piernas con el descaro mórbido de la Spears o la Stone. No se le cruza por la cabeza la niña mala con la que quiere casarse a pesar de sus pecados orgiásticos, esa chica cariñosa que mil veces lo ha mandado a rodar pero que él jura es su novia.

"Hacíamos bromas en clase sobre su trabajo, porque era muy novelesco, muy surrealista, teníamos que reírnos", declararía a CNN minutos después del genocidio Stephanie Derry. Levantarse a trotar esa mañana –era la primera vez que lo hacía- la salvó de una muerte segura.

Cho no recibe respuesta al llamado y decide patear la puerta. No está. Adentro lo recibe el aroma nauseabundo del pachuli, una cama destendida, un cuarto decorado con el gusto de un vendedor de tacos, y la foto de su víctima junto a una sonriente… Emily Hilscher.

Entonces se le viene a la mente que ambas deben estar encamadas con algunos de esos estúpidos neardenthal del equipo de fútbol. Seguro que aún calientan sus camas, seguro que siguen haciéndolo mientras se burlan de mi, seguro que se la pasaron así toda la noche, nadando entre espermas y pariendo bromas –piensa, calcula, se enfurece y decide sorprender a la infiel en su cuarto.

El reloj marca las 7:15 a.m. Cho camina ensimismado entre los pasillos. Llora, maldice por haberse enamorado de una ramera, se tropieza con una grada, retoma el paso, acelera, camina compulsivamente, se tropieza de nuevo y esta vez casi va al suelo sino fuera, sino fuera por ese brazo que el consejero Ryan Clark le ha tendido para evitar el bochorno.

Se reincorpora, le está dando una palmadita magnánima en el hombro mientras murmura “Te salvaste rico, tu gesto te ha salvado”, cuando repara que detrás del fortachón al que llama rico (lo que demuestra su fascinación por las frases de Perry, el asesino de Truman Capote) aparece Emily, recién bañada y con los cuadernos en sus manos.


No media palabra, no pregunta ni pide explicaciones. Para él, el cabello mojado es prueba irrefutable de su adulterio y los libros una coartada estúpida que él no está dispuesto a tragarse. Desenfunda la Glock de 9 milímetros y le dispara dos veces en el rostro. Su cráneo estalla al instante y salpica sobre las paredes pequeños coágulos con trozos de cerebro y cuero cabelludo.

Pero, ¿Clark? ¿Con Clark? –se cuestiona, mientras un atónito consejero se limpia la sangre que le ha salpicado en los ojos y comienza a orinarse del miedo. Cho le da la espalda. Recuerda en flash baks monocromáticos las veces que Clark lo defendió de los racistas sureños (Clark era afroamericano), pero también sacuden su cabeza las imágenes de un Clark terrenal y morboso haciéndole el amor a su novia.


Lo siento, pero eres tan culpable como ella –alcanza a balbucear antes de perforar la barriga del consejero. Es cosa de 20 o 25 minutos antes de que los ácidos del estómago y la hemorragia acaben con Ryan. Cho se aleja de la escena sin apuros y sin rubores. Tiene que rearmarse para desinfectar el campus, esto no ha sido más que un impasse, algo no previsto, un capricho personal.

A pesar de la quietud de la hora, los disparos ocurridos en el primer piso de la residencia pasan casi inadvertidos para los equipos de seguridad de la universidad. Sólo un veterano guardia decide marcar el 911 y pedir apoyo. Nunca llegarán a tiempo.

viernes, abril 20, 2007

Mi amigo el polaco (a dos años de su muerte)



Del cosaco rosado del catolicismo casi nada queda. Postrado en una silla de ruedas, Karol se resiste a decirnos adiós. Su cuerpo lo mantiene atado a Roma, pero si por él fuera, seguiría visitando el patio trasero, los pueblos tercermundistas a los que la iglesia casi siempre les dio la espalda.

La abuela había dispuesto que todos los nietos nos acostáramos más temprano que de costumbre. Ni modo. Esa noche no hubo oportunidad de mataperrear ni prender la tele para ver las insulsas repeticiones de Telematch.
“Despierta que la abuela está en la sala”, fue la maternal frase que me levantó de la cama, previo jalón de orejas por no haber encendido la velita misionera de rigor. Me vestí al tiro y cuando entré a la sala me sorprendió ver que era él único dispuesto a ir con la abuela al encuentro con ese señor, ante el cual me obligaban a persignarme cada vez que salía por la tele.
Sentada en su sillón y escuchando en su radiola el itinerario que seguiría Karol Wojtila en Lima, la abuela había soltado algunas lágrimas de decepción. Ninguno de sus nietos preferidos que la acompañaban acomedidos a Monterrey había cumplido con su palabra. De todos los nietos que esperaba había bajado el menos esperado.
Me tomé la leche más rápido que el mismísimo tío Jhony y trepamos al carro del abuelo. El punto de encuentro con el Papa peregrino era la avenida Abancay, a una hora inmisericorde para un petiso como yo: las seis y media de la mañana.
Pero allí estuvimos, incluso antes que la Guardia Civil acordonara la pista y que los vendedores de chucherías se agarraran los mejores trozos de acera para revenderlos a las familias que llegaban sobre la hora y con banquitas para evitar la fatiga.
Tuvieron que pasar casi tres horas para que viéramos, por fin, asomarse esa incubadora gigante que protegía al Jefe Supremo de la Iglesia Católica. Rodeado por agentes de seguridad a trote (entre los que se encontraba el papá de uno de mis mejores amigos) Karol saludaba de un lado a otro como esas muñecas de porcelana china que la abuela guardaba celosamente en la vitrina. A su costado, el cardenal Landázuri le susurraba algo con la sonrisa prendida en ese rostro pálido y bonachón.
Hasta entonces nada del otro mundo. Era la seguridad usual que debía rodear al edecán de Cristo en este planeta de asesinos en serie y políticos truhanes, pero también de feligreses probos que mantenían su fe gracias a Karol.
A menos de cinco o seis metros de que el Papamóvil llegara a nuestra ubicación, el corazón de este palomilla parecía que iba a estallar. No me había movido un centímetro, pero sudaba a chorros. Hacía frío, pero sentía un calor de los mil demonios. Intenté coger la cámara fotográfica pero no podía mover ni un dedo. Me quedé inmóvil como cuando jugaba con los chicos en el barrio, pero esta vez era de veras.

Juro por Dios que en la tele el tipo me parecía un sacerdote más. Nada lo diferenciaba del párroco bonachón de mi iglesia, o de esos rollizos capellanes que conocí en los cuarteles. Pero ahí, al alcance de mi mano, las sensaciones se habían alterado de tal manera que el silencio era lo único que se escuchaba. Y entonces, cuando volteó para bendecirnos, se me enredó la lengua, mis retinas se humedecieron y una sensación de paz, un status quo celestial se apoderó de mis cuarentaitantos kilos.
Lo miré de frente y entonces pude ver el aura que rodeaba su cuerpo pálido como de algodón, pero maceta, su carita de cura pícaro pero buena gente. Eso fue todo.
Fueron segundos los que permanecí en ese estado catatónico, hasta que un vendedor de turrones me devolvió a la realidad de un codazo. Nada de sugestión de por medio, yo había ido para evitar más jalones de orejas y para cumplir con la abuela, para demostrarle que podía contar conmigo, pero el encuentro con Karol fue brutal, irradiaba tanto sosiego, una sensación de paz que jamás he tenido de nuevo. Me resultaba difícil defender mi precoz agnosticismo.
Pero ¿quién era ese tipo que había logrado quebrarme con sólo una mirada y una sonrisa? ¿qué tenía de especial ese sacerdote con cuerpo de comando y pinta de abuelo chocho?
Karol ha sido la figura más emblemática y querida de la Iglesia Católica y quizá el responsable de que la fuga de católicos a iglesias cristianas no haya sido una estampida brutal. Su solidaridad se cuajó de mocoso en Varsovia. Fueron años marcados por la pérdida de su madre, de su hermano, la insania de la guerra y la locura del holocausto. Hijo de un teniente del ejército polaco y de una costurera, nació el 18 de mayo de 1920 y muchos de sus biógrafos señalan que su gran amor por la Virgen María nació precisamente con la muerte maternal.
Actor y dramaturgo de obras con hondo sentido mariano, en 1939 se graduó con notas sobresalientes y la vida parecía sonreírle de nuevo. Sin embargo, a los 20 años recibe otro golpe para probar su fe: encuentra muerto a su padre. Ese episodio fue determinante para que ingresara al seminario clandestino de Cracovia, no obstante la prohibición nazi. Y es que una vez que estalló la segunda Guerra Mundial y en una patria agujereada por los Panzer alemanes, las iglesias y seminarios fueron fumigados por el Tercer Raich ante cualquier posibilidad de que el virus cristiano se extendiera.
Ya libre de la clandestinidad que imponían los fusiles, se ordenó sacerdote en 1946. En mayo de 1967 fue ordenado cardenal convirtiéndose en el prelado más joven del catolicismo. Finalmente, y contra todo pronóstico del ala espúrea del Vaticano, el 16 de octubre de 1978, Wojtila, con tan solo 58 años, fue elegido como cabeza de la grey. La mitad de la curia aria y romana lloró esa noche por la noticia. Un cura del tercer mundo tocaba el cielo.
Pero de ese gigante que visitó dos veces nuestro país casi nada queda. Sólo resta ahora un amasijo de carne encorvada que se resiste a dejarnos en manos de curas infames que se golpean el pecho con las manos llenas de monedas.
Karol Wojtila no habla. El Papa amigo se comunica a través de señas y por escrito. Ante ese panorama, sus ayudantes se las ingenian para que no pierda contacto con sus feligreses. Pero aunque está prohibido de abrir la boca, Karol sigue parloteando con sus asistentes polacos, el monseñor Mokrzycki y la hermana Tobiana.
Para nadie es un secreto que la influencia del clan polaco inquieta a la Iglesia por el peso cada vez mayor que tienen sus compatriotas. Lo cierto es que hay pánico dentro del despreciable Opus Dei que engulle vocaciones en el Vaticano. Temen que se repita el caso Wojtila y otra vez un Papa políticamente no correcto dirija las riendas desde Roma.


La memoria nunca ha sido mi fuerte. Lo admito. Soy una de esas personas que dejan escapar los recuerdos felices con mucha facilidad y poca pena, pero que guarda intactos en la morra los pasajes infaustos como la puñalada del amigo o el adiós unilateral.
Sin embargo, ese recuerdo del Papa es un capítulo aparte. Hubiese podido esperar (como lo están haciendo algunos colegas sin escrúpulos ni fe) que el buen Karol muera para rendirle tributo, para hurgar en mi memoria por ese recuerdo feliz, por ese instante sublime que me regaló el soldado polaco una fría mañana de un mes que no recuerdo.
Pero no. Quise escribirle esta pequeña crónica al amigo que está mal. Quiero que sepas Karol Wojtila que aunque cierres los ojos y la iglesia imponga en tu lugar a un sucesor indigno con carné del Opus, en el patio trasero del mundo habrá quienes seguiremos pensando que estás vivo, que te tomaste unas vacaciones y que algún día volverás para decirnos que eres charapa, para besar el rostro cobrizo y desnutrido de un niño de Villa El Salvador.
Hoy no hace frío como esa mañana de 1985 en Lima. Han pasado 20 años y ahora ando en Trujillo, lejos de mi familia, pero la verdad es que no estoy tan solo. Tu recuerdo, Karol, disipa la nostalgia y me da fuerzas para seguir creyendo en Cristo… a pesar de mis pecados. Ave Karol.

(Crónica publicada en La Industria de Trujillo y reproducida en este blog por el segundo aniversario de la partida del Papa charapa)

miércoles, abril 18, 2007

Comedia de errores


“Eres una chola fea y arrastrada. Me voy a casar con una mujer blanca y de buen cuerpo”. “Perra, tus días están contados, vas a morir y me voy a quedar con tus hijos”.

Karina terminó de leer los mensajes en su celular, pero lejos de asustarse, pensó que sólo era otra muestra más de cobardía, quizá el último manotazo de Héctor, el policía tierno con el que se casó hace tres años y que ese día la mataría a sangre fría.

Era espigada, inteligente, de rostro dispar (parecía que le hubiesen partido la cabeza en dos, como una manzana, y luego hubieran juntado otra vez las partes pero un poco descentradas), pero unas caderas ampulosas y un busto elefantiásico compensaban la tara facial.

Sin embargo, era poco lo que quedaba de esa policía de tránsito que más de un oficial había querido tener en su cama. Ahora era apenas una marioneta flácida que embadurnaba torpemente su rostro para camuflar hematomas y arañones.

Durante los últimos meses, su rutina pasaba por soportar sin llanto (las lágrimas atraían una dosis extra de puntapiés) los puñetazos que Héctor le propinaba sin cuajo ni remordimiento cada vez que llegaba borracho, con la camisa salpicada de colorete de puta o del rimel que los cabros panzones que se levantaba en Atocongo le tatuaban a drede.

-Eres una basura. No sirves para nada. Mírate. Tu cuerpo es una mierda, todo lo tienes caído, te vistes como una pordiosera. ¿Donde está la mujer con la que me casé?- vociferaba.

Pero la humillación no quedaba ahí. Él veía en cada sonrisa de su mujer una invitación soterrada al adulterio. -¡Si te buscas otro hombre te mato!-, la amenazaba donde fuera.

Creía tener la certeza de que flirteaba con cualquiera y en esa trocha adúltera que había construido en su morra, Karina no tenía reparos en mostrar el escote a sus colegas, en dejar abiertas las piernas para el deleite vecinal y hasta sospechaba de que coqueteaba con sus propios hermanos.

A eso obedecía la prohibición de ir a reuniones. Su vida debía ceñirse a llegar del trabajo para cocinar y criar a sus hijos Joaquín y Nuria (el nombre de la niña se lo puso en honor a la mujer que hace cinco años era su amante).

…….

Esa falda. Si fuera una chica de su casa no se habría puesto ese trapo que con cada bache deja ver sus nalgas gordas y blanquiñosas. ¡No, no, no! Que tal culo, redondo, paradito. Debo llegar a su lado como sea. Hacerme el que le pregunta algo al cobrador para quedarme ahí nomás, quedito a su lado. Entonces, entonces le diré que yo trabajé en el supermercado del que acaba de salir. Esa será mi coartada.

Despacio. Controla tus pasos, mide tu saliva, no vaya a creer esa charapa medio putona que eres un arrecho y entonces, entonces no te dirá ni mierda, pedirá ayuda a cualquier serrano acomedido y te botarán como las otras veces. Como aquella vez que le pegaste al tombo que te gritó enfermo. No, esta vez tienes que ser audaz. Aún hay tiempo, ella acaba de subir y tú estas soberbio.

Vistes el jean que resalta el morro cuando estás carretón. Ese que tú sabes que a las hembras les encanta. ¿Te miran de reojo no? Tú lo has comprobado. Hasta en Miraflores las gringas te miran, te sientes observado y entonces no puedes más y corres al baño de una pollería y te la corres, te jalas la tripa pensando en esa carne blanca, te la corres pensando en esos escotes sin olor a sobaco. Te la corres con aroma a papita frita. Por eso, si hoy quieres que las cosas sean diferentes, deberás domesticar a la bestia que llevas dentro.

-Hola, ¿siguen con el cuento de que te regalarán la camioneta?- sueltas el anzuelo mirándola de frente, aunque tú quisieras que nadie apartara tus retinas de esas tetas grandes y cobrizas que parecen rebalsar la costura de ese escote de putita de la Manco Capac.

-Sí, siguen con lo mismo-, responde y entonces añades -Son incorregibles, yo fui administrador en una de las tiendas pero me salí, no aguantaba… pero disculpa, no me he presentado, me llamo Jorge-.

Y justo cuando crees que no volteará. ¡Puta madre! que seguro el no haberte echado la usual dosis de Old Spice tiene algo que ver con el desplante, ella voltea y roza suavemente un pezón contra tu brazo con piel de gallina. –Hola, que tal, no te disculpes. ¿Así que trabajaste allí?-. Ella cae redondita y tú, tú comienzas a mojarte.

……

-Fue fácil. Bastó con que le dijera una sarta de cojudeces románticas, que le abriera la puerta del carro, que le mandara rosas por teléfono, que la llevara a comer pollo los fines de semana y que tiráramos en un hotel de Miraflores para que se tragara el cuento que la quería. La vaina empezó por una apuesta. Me dijeron que no podría levantármela porque había hartos oficiales detrás de ella. Bueno pues, seré técnico pero tengo mi pepa- masculló en el interrogatorio mientras el capitán apagaba un pucho y encendía la grabadora.

Así fue que comenzó el final de Karina, una farsa que engendraba otra mentira. La verdad era que Héctor convivía hace años con una charapa que trajo de su destaque en Maynas. Con Karina llevaba un año saliendo cuando quedó en cinta. Y si bien al inicio pensó en casarse, después de escuchar las versiones sobre la promiscuidad de su prometido decidió negarse al matrimonio.

No había dado crédito a los comentarios sobre los amoríos de su pareja con dos chicas de la Fénix o con la zamba del comedor, pero la cosa cambió cuando su mejor amiga le confesó que Héctor se le había insinuado.

Entonces, tras las constantes negativas, el asesino calculó que la única forma de casarse y con ello evitar la burla si Karina decidía dejarlo, era embarazándola. El reglamento de la PNP era claro. Boda o calle.

Luego de Joaquín, no pasó ni medio año para que volviera a embarazarla. Y con el alumbramiento de Nuria, también llegaron los celos enfermizos, las huascas endemoniadas y las golpizas impunes.

-No respetaba a nadie. En una fiesta donde estaban sus suegros y su esposa, me hizo proposiciones no obstante saber que era prima de Karina-, recordó en la delegación una adolescente de apenas 16 años.

Esa confesión fue detonante para su partida. Lo que los puntapiés no lograron, lo hizo el miedo de que su familia supiera que convivía con un enfermo sexual y el riesgo de que con los años intentara abusar de la pequeña Nuria.

Por eso llegaron los mensajes al celular. –Seguro llegó a casa y ha visto que no están los chicos- pensó, mientras manejaba la Harley. Eran las cinco cuando el celular sonó de nuevo.

Paró la moto. Era él. –¿Que querrá? Mejor no contesto. No, mejor sí, mis hijos están con mis padres, ya no puede chantajearme- pensó, contestó y aceptó la cita.

…….

-¿A dónde invitarla con 30 soles? Firmes, con 10 porque 20 son para el telo- carburas, mientras ella te dice que siempre va a ese supermercado porque una amiga que es cajera le da cupones por lo bajo.

Te importa un carajo. Sonríes y asientes con la cara más servil que puedes, pero la verdad es que no dejas de pensar cómo mierda harás para invitarla a tomar algo y convencerla de encamarse contigo.

Entonces sueltas tus chistes bobos que nunca fallan con las hembritas calentonas. Ves como se deshace y como con cada carcajada sus tetas empujan hacía afuera los botones de esa blusita púrpura. Y tu ahí, enhiesto y húmedo. Piensas cómo hacer, hasta que se te ocurre decirle que claro que conoces a su amiga. Que es una chica honesta. Te ganas su confianza y la invitas a tomar una gaseosa.

Se bajan del Cocharcas. Son las seis y media. El carro los deja cerca del Norkys en el que tantas veces fuiste a venirte. Pero esta vez es diferente. Vas de cliente.

Ves la carta y ¡puta madre! te das cuenta que todo rebasa tu presupuesto. ¡Que mierda!, susurras, la cosa es engancharla y quedar para otro día. Pides una jarra de cerveza y ella asiente, pero apunta que será la única, no puede demorarse mucho.

Te conversa sobre cosas mundanas a las que no prestas atención hasta que te confiesa que es la mujer de un guardia civil. Que es su amante.

Entonces agradeces a Dios por haber puesto en tu camino a la mujer de un concha de su madre. Es tu oportunidad de cobrarte la revancha de esos serranos que descubrieron que llevabas cocaína. El soplo te costó la expulsión de la Marina.

Pero la vida da vueltas, saboreas la inminencia de tu venganza y le llenas la copa. Entonces, tal como lo supones, va al baño y aprovechas para echarle droga al trago. Es cosa de minutos. Te sobas la bragueta y preparas tu celular.

…….

La cita era a las seis y media en la pollería de siempre. -No te preocupes. Sólo quiero saber cómo va a ser con los chicos. Es un lugar público ¿ok?-, fue lo último que dijo.

-Yo le ofrecí que regresara a casa-, decía ante un incrédulo oficial, -pero ella no quería. Me decía que necesitaba tiempo. Entonces, comenzaron a llamarla por teléfono y ella se iba al baño a responder. Pensé que la llamaba su amante-.

La cita no duró ni quince minutos. El mismo tiempo que demoró Nuria en volver a la mesa y tomarse el trago que la empujó a aceptar la proposición de Jorge.

Estaban en un taxi que los llevaba a casa de los padres de Karina para firmar allí un acuerdo de divorcio, cuando volvió a sonar el celular. Entonces Héctor intentó arrebatárselo. Ella se zafó, bajó del auto y se escabulló dentro de una combi.

-Yo la seguí y cuando estaba por el puente Santa Rosa, observé que se abrazaba con otro. Me bajé y la increpé. Ella me respondió que no era nadie para meterme. Me sentí humillado, saqué mi arma para disparar al aire-, contó en el interrogatorio.

Llegas en menos de media hora al cuarto que alquila. La tienes a tu disposición, zoombie y deseosa. Abres la puerta y ahí nomás te la coges y empiezas a tomarle fotos con el celular. Sacas el kepí de policía y se lo pones. Estás a punto de venirte cuando deja de gemir. La cacheteas, te recuestas sobre esas enormes tetas que ahora, en esa posición horizontal, se escurren como gelatina hacia los flancos, pero nada.Está tan fría como a unos kilómetros de distancia está a punto de estarlo Karina.

-¡Eres una puta de mierda! ¡Estás con tu amante! ¿Creíste que ibas a escapar?- gritaba, mientras ella se escondía tras el tipo al que le había pedido en la combi que la acompañara a la comisaría.

El tipo balbuceaba algo cuando salió el disparo. La bala perforó el cráneo de Karina y su cuerpo se desmoronó como un amasa torpe, de a poquitos. Nadie atinó a perseguirlo. Se fue caminando, se confundió con el gentío y subió a una combi rumbo a la casa de su amante. Se irían para Maynas.

¡Puta madre! se murió la puta. ¿Y ahora?, te preguntas cagándote de miedo. Una cosa es tirársela y mandarle las fotos del polvo al tombo para que se sienta una mierda, pero otra cosa es matar. Decides irte. Cierras la puerta, das unos pasos y chocas con un mestizo grande y sudoroso. Estás a punto de decirle que es un concha de su madre, cuando ves que saca un llavero y abre la puerta del cuartito de mierda del que acabas de salir.

Entonces reparas que puedes sacarte la muerta de encima. Coges al teléfono, dices que eres un vecino y denuncias una gresca doméstica. Que se escucharon golpes y que presumes que algo debe haberle pasado a la mujer porque ya no dice nada. Das la dirección. Cuelgas. Cruzas la calle, subes al Cocharcas y piensas en lo que has hecho, en lo que te has convertido por tu arrechura hasta que unas piernas pálidas y bien despachadas te humedecen de nuevo.

-Lo hice impulsado por los celos, porque mi mujer estaba en los brazos de otro. Hice lo que cualquier hombre hubiera hecho-, rezongó admitiendo el crimen.

-¿Y a la otra, a tu amante, por qué la mataste?-, espetó el oficial. -Eso yo no lo hice, a ella la amaba. Ella no era una puta de mierda-.