domingo, noviembre 13, 2016

Del amor, la cocina y otros demonios

Afirma que Dios creó la comida, pero él la perfeccionó. Como el gran Lolo Fernández, rehusó firmar un cheque en blanco para irse a trabajar fuera del país. Pedro Solari, además de ser un gran cocinero (nunca chef), es un asceta que escucha tangos y colecciona chucherías burguesas. Gran amigo de estrellas, generales, magnates, don nadies y presidentes, consorte de las chicas más guapas de la Lima que se jironeaba, el padre del cebiche habla fuerte sobre la cocina y otros menjunjes. ¡Quién no ha probado su comida que se joda!

El rey de la cocina peruana vive en un castillo de tres pisos levantado en los años del general Odría, y que ahora, en los años del presidente empresario, luce los estragos de los temblores, los olvidos y la humedad que lo carcome todo, como la indolencia. Su palacete está pintado de un amarillo melancólico, casi fúnebre, y descansa en una calle con nombre de guerrero inca: Cahuide, en el clasemediero Jesús María. Pero aunque Solari está a punto de cumplir 94, sigue siendo el loco de siempre. Lúcido, memorioso, dueño de un paladar refinado y con un carácter bonachón y ácido, como los limones que hacen posible su plato maravilloso.


Creador del cebiche que actualmente conocemos, Pedro Solari vive de espaldas al glamour plástico de los cocineros en boga, le vale madre la feria que lucra en nombre de los campesinos y la inclusión, y sigue bebiendo whisky de 15 años para alegrar el espíritu. “Mistura es puro chancho y chicharrón. Ese plato no es comida peruana y encima le echan cerveza, eso es una cojudez”, dispara, y subraya que sólo fue el día de la inauguración porque lo invitaron, si no, no iba.

Apunta que es una pérdida de tiempo. Que nunca puso su stand en Mistura porque él cocina rico y para cocinar rico, replica, no se puede preparar para mucha gente. Y es que Pedrito es un artesano del sartén y su ecosistema es su huarique.

“Si iba, era para perder tiempo. Yo cocino para mis amigos, no para cualquiera. Ahora, sé que los organizadores ganan mucho dinero, y según supe han invertido parte de esos ingresos en la compra de una casa, de un terreno. No lo sé bien, pero yo ni loco iba Mistura”, remata.

Sin pelos en la lengua, ni deudas que guarden las formas, afirma que en el Perú no hay restaurantes de lujo y que no tiene cocineros a quien admirar. Se le sale el barrio, la calle que tiene, no obstante su pinta de dandy con guayabera, y dice, como buen hijo de chiclayana y chinchano, que los restaurantes de ahora dan una mierda. Que la auténtica comida se hace a mano, como su mítica papa a la huancaína que le tapó la boca al mismísimo Aristóteles Onasis.

“Ni con batán ni con licuadora. En mi casa estuvo Onasis, el multimillonario. Lo llevó mi gran amigo Luis Banchero Rossi, y se quedó maravillado por mi crema. Me dijo que era magnífica, que se le podía echar a todo, no como las salsas francesas que solo son de guindones o aceitunas”, recuerda, y pide a su fiel y hablantina compañera, Teresa, que abra la double JW y nos invite unas copitas. Sí, en casa de Solari el escocés se toma en copas.

Mientras mi fotógrafo lucha con la poca luz que entra por las ventanas y falsas balaustradas, Solari se reafirma en que no dejará un libro de recetas cuando muera. Que quienes no han comido de su mano, que se jodan. De hecho es la frase para su epitafio. Rubrica que no le enseñará a nadie cómo cocinar porque el truco no sólo está en la receta, sino en las manos, en el impulso vital para transformar arroces y lenguados banales en bocados lujuriosos.

“Acá vino Gastón a pedirme mis recetas ¿crees que se las daría fácil? Le dije que no. Que si quería se las vendía. Le dije, mira Gastoncito, tú me das un millón de soles y te enseño mis recetas, cómo se hacen. Me respondió que no, que era muy caro. Yo le respondí que iba a ganar mucha plata. Hasta le iba a enseñar a preparar licores y dulces, pero no quería pagar”, recuerda y recarga la carabina.

Dispara. Dice que es mejor no vender la experiencia, que no se puede pagar la renta por el talento. Que no tiene sentido enseñar sus recetas porque las prepararán mal y entonces caerá el maleteo impune y su honor se irá por la borda. “No vale la pena porque la harán mal y van a decir ¿Esta es la comida que hacía Solari? esto es una porquería” espeta.

Presidentes como Benavides, Odría, Prado, Belaunde o García, actores como Cantinflas, John Wayne, cantantes como Celia Cruz, Chabuca Granda y Armando Manzanero, son sólo algunos de los más celebérrimos personajes que han pasado por su pequeño restaurante de cuatro mesas, por ese búnquer donde conoció a su amigo Toshiro Konishi, el gran itamae que después de probar su cebiche juró por todos los santos habidos y por santificar, que nunca lo prepararía porque era imposible mejorar la perfección.

“La comida debe ser honrada, prefiero tener cuatro mesas aunque no gane mucho dinero, pero mi felicidad es ver a la gente disfrutar mi comida. No es porque lo haga yo, pero el mejor cebiche del Perú es el mío y no tengo trucos. Solo es ají, pescado, cebolla, sal y limón al final. Al limón sólo se le debe dar una vuelta para no sacarle lo agrio”, acota y ahora el que dispara soy yo: ¿Y el cebiche de Javier Wong no es el mejor?

Me dice que no. Que Javier no limpia bien el lenguado, que lo prepara rojo porque es flojo, que no le quita todas las venas y la sangre malogra el pescado. Que así le ponga pulpo para pasar piola el color carmesí del lenguado y bajarle la intensidad, la diferencia se nota en el sabor.

La vida loca
Antes tomaba una botella de whisky al día, comenzaba a las doce y terminaba a golpe de seis de la tarde cuando llegaba el pan. Ahora se cuida un poco más y sentencia, con una cultura etílica de 60 años, que no importa mucho la etiqueta, si no que tenga más de 15 años. Tres copitas por día son suficiente, dice. Y es que el cuerpo no aguanta como antes, como cuando se jaraneaba con la pequeña burguesía limeña con la que se codeó gracias a sus sancochados y cebichitos.

“La vida es bella y hay que saberla llevar. Pero el futuro lo veo mal porque la gente no sabe vivir. ¿Tú ves que en alguna casa de un cebichero tengan muebles tan lindos como los míos? No. La gente de ahora no tiene gusto, no hay placer por la estética. Cuando yo muera no dejaré herencia, el primero que entre a mi casa que se lleve todo”, suelta y manda al diablo el prejuicio sobre los cocineros hombres. “Antes se decía que los hombres que cocinaban eran rosquetes, pues yo fui una prueba de que eso no era así”, afirma tocándose el pecho y vaya que tiene razón.

Corría 1951 y en el viejo aeropuerto de Limatambo la llegada de Damaso Pérez Prado, el rey del mambo, desató la locura entre las solteras, solteronas y amas de casa con permiso para pecar con el pensamiento. Las entradas al Embassy se habían acabado hace meses y Pedrito, aunque era fan del cubano, no tenía tickets para el concierto del año.

“Así como tenía amigos del barrio, más pelados que yo al inicio, así también tenía amigos y amigas del Club Nacional. Cómo me voy a olvidar de Amazona, una feísima pero finísima señora de sociedad que se hizo muy amiga y que aprovechando la amistad con el cholo Mercado, dueño del Embassy y del City Hall, me llevó a ver a Pérez Prado en primera fila. Una vez acabado el show lo invitó a su casa. Pérez Prado tocó el piano y otras cosas más de Amazona y a tal punto llegó la juerga que terminó en pelotas, vestido solamente con su corbatita michi. Fue el escándalo del año”, recuerda Pedrito y afirma que aunque le gustaba el bacanal, él también amó.

Como buen galán, recomienda las italianas y las españolas por su fogosidad, pero sobre el placer de la carne dice que no hay como la mujer peruana, que aunque es muy jodida, es la más fiel y querendona.

“He conocido el amor y el placer. Estuve a punto de casarme, tenía todo comprado. Es más, todo lo que está aquí era para mi matrimonio, pero ella cometió el desliz de preguntarme cuánto ganaba y, lo que es peor, tuvo el craso error de exigirme que una vez casados pusiera fin a la parranda. Se acabó nuestro noviazgo. Le volví a hablar el día que se casó y me regaló el boutonniere que su esposo llevaba en la solapa. Me dijo que simbólicamente ese día también se casaba conmigo”, escarba en la memoria, suspira y pide otra copita de escocés.

A manera de consejo para aquellos que tuvieron matrimonios que duraron lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks, suelta su teoría sobre el amor. Según Solari, sí existe, pero si le mientes se quiebra la belleza, entonces se jode todo. Conjetura, con la solemnidad de un masón mestizo, que en la vida no se puede ir engañando, que el amor dura toda la vida si no se miente y que el respeto es irrenunciable.

“Si uno ama, tiene que amar y dejarse de cojudeces. El amor no es pasión y sexo solamente. Tiene que haber respeto por fuera y por dentro de la casa. Yo conocí por ejemplo una relación tormentosa entre Doris Gibson y Sérvulo Gutiérrez. El pintor no sólo la retrataba en sus cuadros, sino que la arrastraba de los pelos por la Plaza San Martín. Y eso no es amor, ni aquí ni en la china. No sé por qué duraron tanto”, sentencia y me dice que ya habló bastante, que está soltando mucho, que otra vez será.


Antes de irme Solari tiene que escabullirse de esa burbuja romántica y recobrar su dignidad de macho alfa. Entonces, como una manera de engordar su orgullo bien ganado, me pide que recite la décima que el maestro Augusto Polo Campos le compuso en los setenta. Luego me recuerda que tuvo el primer auto fantástico de Lima (un Mazda con sensor de voz), que almorzaba con Tomás Marsano, que jugaba ocho locos con Felipe Graña y que Juan Velazco Alvarado lo quiso matar cuando le criticó su estrepitosa reforma agraria.

Él es Pedro Solari, y aunque dice que jamás pagaría por publicidad como sí lo hizo un colega para hacerse conocido con su programa en la tele, sostiene que ha entendido que a veces el boca a boca no basta y que esta entrevista ayudará un poco a que las nuevas generaciones lo conozcan. Ah, y eso sí, me pide que revise bien mis cosas, porque si olvido algo… lo que se queda en su casa, se requisa.

Crónica publicada en Manifiesto, setiembre 2016

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